Alta y delgada

Digan lo que digan los republicanazos, el nacimiento, a las 16:50 horas de ayer domingo, de la segunda vástaga de Sus AlteZas Reales los PrínZipes de Asturias ha sido una buena noticia, algo así como un respiro no ya para ZetaPé, sino, incluso para los sociatas catalanes que están bastante hasta el mismísimo gorro de arriba de las recientes locuacidades de  Pasqual Maragall. Ya sé que hay algunos que pueden decir eso de “otra boca más que alimentar a cargo del presupuesto público”, pero, amadísimos, globalizados, megaletileonorisofiados niños y niñas que me leéis, la Monarquía como institución da mucho más que lo que recibe del erario público.

De momento, con el nacimiento de la Infanta Doña Sofía de Todos los Santos, este país, que vive el puente del Primero de Mayo, muy pasado por agua en muchas de sus entrañables autonomías, se ha puesto a sonreír de oreja a oreja ante la felicidad que derrocha la Familia Real ante la llegada de una nueva miembra. Ni siquiera la presencia en Madrid de Ernst von Hannover justamente el mismo día del nacimiento de quien ocupa ya el número 3 en el orden de sucesión a la Corona de España, ha conseguido enturbiar en La zarzuela el feliz acontecimiento. El marido de Carolina de Mónaco, que es primo de SM la Reina Doña Sofía, suele dejar con el alma en vilo a sus regios parientes hispánicos, aunque, por supuesto, hace las delicias recaudatorias de avispados propietarios de selectos restaurantes y bares madrileños. Anoche, dentro de todo, según me comenta mi amigo Elisardo de Serrano, se comportó con una cierta discreción, aunque no abandonará, por supuesto, el cultivo de su aristocrática dipsomanía.

Conjurado el mal fario que siempre acompaña a la figura del primo Ernesto, hablemos un poquito de la neonata. De momento, por lo que dijo el doctor Recasens, jefe del equipo ginecológico habitual, Doña Sofía es alta y delgada (está por ver si, además será morena y salada, como dice la rústica canción cántabra). Bueno, más alta (dos centímetros más) y más delgada (cuatrocientos gramos menos) que su infantesca hermana mayor, Doña Leonor. Con ambas infantas, la sucesión del sucesor queda más reafirmada todavía, por aquello de mantener la línea dinástica.

O sea, que uno mi cualificada voz, al coro de felicitaciones que, en las últimas veinticuatro horas, están recibiendo sus orgullosos progenitores, incluyendo incluso la de Gaspar Llamazares, el de Izquierda-Unida-la-Única-Verdadera-rechace-imitaciones, quien dice que lo hace desde “el sentimiento republicano”. El advenimiento de un nuevo miembro a cualquier familia siempre es motivo –o debería serlo, claro—de sana alegría. Se trata no ya de un nuevo retoño en el árbol genealógico de los Borbones, sino de un nuevo ser humano, un proyecto de futuro. Una nueva hija para Dios y, por descontado, para España, patria común e indivisible no ya para los españoles, sino para todos los inmigrantes. O sea, que todos debemos alegrarnos un montón, y no sólo los programas rosas de las televisiones, que ayer se pasaron parte de la tarde y de la noche, glosando el feliz acontecimiento.

Una cosa que, por cierto, estuvo a punto de crearnos un problema doméstico con el servicio de nuestro palacete familiar, tan adicto a este tipo de esparcimientos televisivos, con lo que su productividad bajó hasta extremos reprobables. Menos mal que mamá –mano de hierro en guante de terciopelo—supo ejercer sus funciones de competente y abnegada señora de la casa y puso a todo el servicio firmes (ahí le salió el ramalazo marcial de cuando hizo el Servicio Social en la Sección Femenina del Movimiento) y distribuyó en un pispás los tiempos de servicio y de embobada contemplación televisiva de los programas especiales. Siempre es una suerte el poder contar con mamá en situaciones de crisis.