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Perspectivas del movimiento obrero en América Latina: la búsqueda de una identidad

Perspectivas del movimiento obrero en América Latina: la búsqueda de una identidad

martes 06 de julio de 2010, 22:10h
El movimiento obrero no pudo superar el trauma de haber dejado de ser un “sujeto histórico y una clase social revolucionaria con el potencial de transformación universal”, como lo habían previsto Karl Marx y las doctrinas leninistas. En muchos casos, los obreros lograron un pacto estratégico con el gran capital en países industrializados como Inglaterra, Suecia, España, Alemania Federal, Noruega, Dinamarca o Finlandia, con el objetivo de fundar las raíces de lo que posteriormente significarían las estructuras de varias democracias parlamentarias y los fundamentos de un Estado Benefactor que protegiera y reproduzca varios derechos sociales, asegurando el bienestar material para la reproducción social de la vida. En estas circunstancias, la “teoría del derrumbe capitalista” se convirtió en un contrasentido frente a las nuevas ventajas que tenía el movimiento obrero, prefiriendo hacer política dentro de las instituciones del capitalismo industrial y abandonando todo compromiso revolucionario a escala mundial.

La crisis política, ideológica y organizacional del movimiento obrero latinoamericano está conectada precisamente con la significativa brecha abierta entre la situación materialmente privilegiada de la clase obrera en los países ricos – muy cerca de la clase media y la sociedad de consumo – frente a la pobreza estructural de los obreros en Bolivia, Perú, Argentina, México, Brasil o Chile. La revolución se presentaba como el sueño político sumamente para la clase obrera de los países pobres en América Latina y África, aunque no estaba asegurado un nuevo mapa utópico que sobrepasara las estructuras del capitalismo como un sistema implantado en todo el mundo. Con la destrucción del bloque socialista en Europa del Este y la desaparición de la Unión Soviética, la clase obrera latinoamericana ingresó en una profunda insatisfacción, duda y decepción que podría verse a través de tres perspectivas.

La primera se relaciona con el impacto que tuvieron los ajustes estructurales en el continente, sobre todo por la fuerza arrasadora de la economía de mercado y sus efectos en la destrucción del viejo capitalismo de Estado nacionalista que provenía del modelo desarrollista de la década de los años cincuenta. El cierre de varias fábricas estatales, centros de producción minera u otras fuentes de materias primas apreciadas en el mercado internacional a finales de los años setenta, desveló una quiebra económica que redujo las posibilidades del movimiento obrero para presentar alternativas políticas viables.

A esto deben sumarse las pugnas de intereses en diferentes facciones al interior de varias centrales sindicales y organizaciones obreras que no supieron hacer frente, ni propositiva ni críticamente, al empuje neoconservador de las políticas económicas desde la implementación del Consenso de Washington y la economía de libre mercado a partir de los años noventa. Las nuevas pautas de orientación ideológica para el movimiento obrero plantearon el paso del objetivo revolucionario hacia el “acomodo estratégico”, en función de aprovechar un espacio al interior de los nuevos sistemas democráticos. Visto en retrospectiva crítica, las reformas de mercado mostraron que la “consciencia de clase obrera-revolucionaria” era solamente una hipótesis teórica, inhábil para capturar efectivamente la subjetividad política de las diferentes tendencias y la heterogeneidad de los obreros en América Latina.

Los ajustes estructurales en materia económica reordenaron la estructura de clases en el continente, provocando que el proletariado, aglutinado en las organizaciones sindicales, deje de ser la garantía ideológica de un movimiento social vanguardista y empiece a dividirse en un mosaico de fragmentos, interpelados más por las exigencias de supervivencia en la vida cotidiana, antes que por la acción política de una clase obrera en busca de transformaciones revolucionarias.

La segunda perspectiva marcó los problemas organizacionales del aparato sindical, pues fue palmaria la incapacidad para responder a los cambios en la estructura productiva de varios países, como resultado de los procesos de capitalización y privatización para incorporar de manera más agresiva a las economías latinoamericanas dentro de los cánones de la globalización. En consecuencia, fue inviable la renovación de las Centrales Sindicales y Obreras porque no pudieron combatir dos destructivas circunstancias: a) la inseguridad laboral como la nueva característica del funcionamiento competitivo del mercado; y b) la debilidad para negociar demandas y estrategias con las empresas transnacionales.

La relación con el Estado se presentó como la única opción preponderante para ganar beneficios corporativos, aunque el fin ya no era tomar el poder sino solamente evitar una total desaparición como actor social y compartir el liderazgo político con otros competidores, sean éstos los partidos políticos u otros movimientos sociales que también reivindicaban una posición dentro de las democracias, negando todo privilegio histórico a la clase obrera.

Las insuficiencias del movimiento obrero fueron estratégicas e ideológicas porque expresaron una inadaptación casi total para comprender y actuar de acuerdo con nuevas situaciones. La historia no podía repetirse pero los dirigentes obreros marxistas y socialdemócratas actuaron, muchas veces, como si pudiera repetirse la batalla desarrollista llevada a cabo entre los años cincuenta y setenta. El proletariado latinoamericano intentó moverse como si los escenarios fueran los mismos, enarbolando el socialismo, la revolución de carácter únicamente declarativo y replanteando la teoría de la dependencia como si se tratara de defender las estructuras industriales nacionales, cuando éstas ya estaban desmanteladas por los ajustes estructurales. La crisis del movimiento obrero, por lo tanto, clausuró toda una época de idearios utópico-revolucionarios en el continente.

La tercera faceta del desgaste tiene que ver con los efectos que el sistema democrático tuvo en la consciencia de clase obrera y sus imaginarios políticos. Uno de los errores, ya repetidos muchas veces, fue la negación ideológica del sindicalismo proletario para aceptar a la democracia como régimen político a finales de los años ochenta. Las tesis políticas del movimiento obrero invocaron el comunismo como la única opción política, junto a la revolución que se impuso como una necesidad en diferentes organizaciones sindicales. Esta necesidad revolucionaria representó un barniz que terminó cayéndose a pedazos porque gran parte de los movimientos armados en América Latina, sobre todo en Centroamérica como el Sandinismo y el Frente Farabundo Martí, o Sendero Luminoso en Perú y las Fuerzas Armadas Revolucionarias en Colombia (FARC), nunca tuvieron a las organizaciones proletarias como al eje de sus ejércitos, ni tampoco éstas fueron asumidas en calidad de una vanguardia militar. El comunismo, a su vez, no consiguió separarse de sus interpretaciones dogmáticas, razón por la que perdió toda capacidad de interpelación cuando llegó la democracia.

Las tesis políticas del movimiento obrero se relacionaban directamente con la construcción del socialismo, la dictadura del proletariado y lo más destacable de las proposiciones marxistas revolucionarias. Esta identidad política atravesó a casi todos los entes sindicales en América Latina, inclusive más allá de los Partidos Comunistas que siempre tuvieron poco peso respecto al accionar del movimiento obrero.

Las tradiciones revolucionarias, sin embargo, no implicaron que en Latinoamérica, necesariamente, deban llevarse a cabo revoluciones sangrientas, sino todo lo contrario. El movimiento obrero buscó ser uno de los actores para dar fin a las dictaduras militares en los años setenta, como en Bolivia, Argentina, Brasil, Uruguay y Chile, lo cual desembocó en la organización de un sistema de partidos para acoger al régimen político democrático. La llegada de varios procesos electorales hizo que las posiciones revolucionarias se transformen en un discurso “desestabilizador” para las nuevas democracias, de tal manera que las élites sindicales terminaron pactando con varios partidos para obtener puestos parlamentarios y convertir la doctrina revolucionaria en varios discursos a favor de las “reformas democráticas”. La lucha de clases fue reemplazada por una mezcla de ideales sobre la justicia social y la consolidación de libertades políticas más refinadas.

Lo imprevisto por el movimiento obrero fue que las concesiones ideológicas y la lógica de pactos, pronto sirvieron para amnistiar varios crímenes de lesa humanidad en las dictaduras de Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. La dinámica parlamentaria también fue negociando la venta de una serie de empresas estatales, dando lugar a que las privatizaciones en México, Brasil, Argentina y Bolivia, caigan tranquilamente en actitudes antidemocráticas, cerrando el pluralismo, la responsabilidad de rendir cuentas ante la sociedad civil, y optando por estrategias tecnocráticas que terminaron desprestigiando todas las reformas de mercado en América Latina. En la descomposición del movimiento sindical a comienzos de los noventa, claramente se apreció la no correspondencia entre las orientaciones e intenciones de los trabajadores de base y los propósitos ocultos de las cúpulas sindicales y políticas que negociaron pequeños espacios de influencia.

¿Qué tradiciones democráticas valían la pena ser protegidas por el movimiento obrero, si la cultura política no tenía un referente directo con los ideales democráticos? En realidad, los sistemas democráticos destruyeron toda propuesta revolucionaria socialista, ingresando en contradicciones con la tecnocracia elitista porque éstas reprodujeron las desigualdades y la pobreza, liquidando al movimiento obrero, y sembrando una pálida esperanza para establecer tradiciones democráticas en el continente. Los resultados a comienzos del siglo XXI fueron magros y ambiguos, aunque el movimiento obrero ya no podía reconstruirse como un actor ideal para contrarrestar las insuficiencias políticas de la democracia.

Conclusiones

Lo preocupante frente a esta situación es cómo los dirigentes y el movimiento proletario dejaron de proyectar una sociedad democrática hacia el futuro contando con la participación y el aporte de las Centrales Obreras. Si bien en el siglo XXI los obreros ya no descartan a la democracia, ni tampoco la califican de ilusión burguesa, todavía siguen atrapados en el pasado, recordando las jornadas doradas de los ideales comunistas. Esta melancolía condiciona la voluntad a una esquizofrenia que no puede vincular el pasado con el presente y, mucho menos, aprender de las malas experiencias para proyectarse hacia el futuro.

El movimiento obrero latinoamericano sufre porque no puede imaginarse a sí mismo como una institución y un actor que se involucre con el futuro, sea éste de la democracia, sociedad, cultura, etc. La esquizofrenia política de la consciencia proletaria carece de una experiencia de continuidad para cooperar con las exigencias de nuestras democracias representativas. En unos casos, eligió vivir en un presente cuyo eje gira en torno a la oposición por la oposición; en otros, los diversos momentos de su pasado tienen escasa conexión con un futuro concebible en el horizonte.

En consecuencia, dicho comportamiento esquizofrénico no sólo ha caído en el encierro de no saber quién es en el actual desarrollo de la democracia, la crisis del liberalismo económico, la multiculturalidad y el papel del sistema de partidos como los principales actores en la toma de decisiones, sino que tampoco produce doctrinas y acciones nuevas favorables al movimiento sindical. Para ello tendría que tener proyectos o propuestas y eso implica comprometerse con la continuidad de la democracia, asumiendo sus imperfecciones y vacíos pero, al mismo tiempo, reconociendo su desarrollo y aspectos positivos.

Asimismo, conviene reconocer el “carácter secundario y dependiente” del movimiento obrero en el período democrático 1989-2010. La defensa económica y la gestión de sus demandas desde finales de los años ochenta, no encontraron en general expresiones autónomas como movimiento social, sino que fueron incorporadas como parte de varias acciones e iniciativas políticas surgidas en la estructura institucional de la democracia o en el cómputo global del sistema político.

El movimiento obrero tiene el reto de ir más allá de su encierro en el pasado ideológico y clasista para hacer suyos otros programas, asumir otras organizaciones como las feministas, étnicas, ecologistas o generacionales. La consciencia proletaria tendrá que estar en condiciones de promover una coalición de fines con otros grupos organizados de la sociedad civil, imaginando nuevas utopías consideradas como una actitud responsable para hacerse cargo de las consecuencias al implementar más reformas políticas democráticas.

Las utopías podrían utilizar imágenes de un futuro posible para dar fundamento y finalidad a nuevas reformas, en función de una sociedad más igualitaria y donde vale la pena pelear por la optimización de las condiciones democráticas. Pero si surgen distorsiones o fallas, el movimiento obrero podría aparecer como un actor crítico cuando las reformas afectan la vida diaria de la gente común, concertando alternativas pacíficas y eficientes para resolver distintos conflictos sociales. Si las reformas son pensadas de manera abstracta y global, la visión utópica de las reformas se transformaría en un potencial de crítica política para el avance y fomento de múltiples voluntades de cambio.

El movimiento obrero nunca más será el heredero de las revoluciones rusa, china o cubana, sino que ahora deberá preguntarse cómo incorporar el cambio progresivo con justicia social y las reformas democráticas, a la movilización política de distintos grupos excluidos de la sociedad civil; el propósito sería la rearticulación de inéditos procesos de consolidación democráticos, junto al logro de nuevos compromisos con la sociedad.

Dentro de algunas facciones del movimiento obrero latinoamericano, los discursos presuntuosos que culpan al neoliberalismo de todos los males, no son más que actitudes utilitaristas para aprovechar ciertas ventajas que ofrece el resurgimiento de las posiciones políticas de izquierda, pues detrás de la arrogancia ideológica enaltecida por una gran parte de los burócratas sindicales, la vieja consciencia proletaria disimula aquello que, tristemente, expresó el Eclesiastés en la Biblia: “vanidad de vanidades, todo es vanidad. Generación va y generación viene; ¿qué es lo que fue?, lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho?, lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol”.

Franco Gamboa Rocabado, sociólogo político, miembro de Yale World Fellows Program, [email protected]
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