Es sabido que los tiempos cambian, que el gusto o la sensibilidad se modifican. Es razonable que así sea por otra parte. Lo que intentamos señalar, una y otra vez, que en las últimas décadas parecería que se hubiera cortado de manera casi definitiva con la historia. El desinterés, la ignorancia, la patanería es de tal magnitud que nos abruma. Se desconoce hechos elementales de geografía, literatura o episodios de nuestro pasado. Estamos hablando de estudiantes, de estudiantes que concurren a establecimientos privados o estatales, de jóvenes privilegiados que cursan en un secundario o en una facultad. Y también de docentes, sobre todo de las últimas generaciones. Fastidiado lector, no se moleste conmigo. Esta es la realidad. Las aulas son un horror, en lo físico y en lo intelectual. Que existen jóvenes brillantes, ciertos centros de excelencia, intelectuales o profesionales de renombre, sin duda. Nadie lo niega. Queremos decir sólo que en la mayoría de los casos vemos barbarie, brutalidad, decadencia. Miremos las caras de los simios que andan por las calles con ropa. Miremos los estadios de fútbol, los trenes, los hospitales, las calles, los edificios públicos, los terrenos baldíos, los baldíos, los ojos desnutridos, los caballeros del barrio norte. Miremos nuestro interior, nuestras provincias, la pobreza, la violencia, la hipocresía, el engaño.
Pero volvamos a lo nuestro, urbano lector. Estudiantes en Letras, y también en más de una oportunidad profesores en Letras, desconocen los nombres (ni hablar de sus lecturas) de Catulo, Tibulo o Propercio. Jóvenes poetas, y no tan jóvenes, jamás leyeron una línea de la gran Tsvétaieva , de Rilke o de Pierre Jean Jouve. Seria importante que se tomaran el trabajo de hacerlo. Lo mismo que El Quijote, grácil lectora, que pocos son los que pasaron del primer capítulo si es que alguna vez lo abrieron. Y no piensen lo que un alumno con el ceño fruncido me dijo en una oportunidad: “A mi me gustaría leerlo pero en una versión moderna, con palabras actuales”.
Hace poco tiempo se publicó un interesante artículo de Humberto Eco en torno a lo contemporáneo y los hechos mitológicos, los hechos de crónicas donde la sangre y el crimen lo rodeaban todo. Las cosas cambian, sin duda, pero en esos libros, en aquellos mitos helénicos o latinos veríamos semejanzas, aproximaciones. Tal vez Calígula era peor que Bush, quizás Cleopatra era menos bella que Sofía Loren.
Entre nuestros grandes hombres se encuentra Arturo Marasso, un ser humano que desde niño sintió que estaba en comunión con la Naturaleza, con una visión panteísta que se encuentra en toda su obra, una obra de clásica pureza. Marasso que nació en Chilecito, en el oeste riojano, el 18 de agosto de 1890. Un sabio que nos deja siempre rastros. Un escritor filósofo, augur, vidente. Su pasión abarcaba el reino animal: se pasaba horas observando a un perro o a un caballo que excavando en la arena hace brotar el agua. Un ser de excepción que en el interior de sí mismo se sentía un campesino. Se recibirá de maestro en Catamarca, en 1910. Solía dialogar con las cosas mínimas, una hoja desprendida, una piedra pequeña.
Intentamos, desde esta columna, ejercer el pensamiento y una elocuencia para transmitirlo y encontrar el diálogo. Tender puentes entre campos culturales habitualmente disociados, que el lenguaje se encuentre en el centro de las consideraciones. Y hacer lo imposible para que la palabra no se convierta en ceniza. Roberto Calasso, uno de los intelectuales italianos representativos de nuestra época, nos dijo hace poco tiempo que “las formas de vida más difundidas actualmente educan para olvidar la misma posibilidad del vacío”.