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El poder de reforma en la Constitución de 1978

El poder de reforma en la Constitución de 1978

jueves 25 de agosto de 2011, 10:25h
El Título X de nuestra Constitución establece dos procedimientos de reforma distintos, reservado cada uno de ellos a la eventual reforma de las dos partes de la Constitución que con este fin se delimitan, una en positivo y la otra en negativo, en el artículo 168.          La regulación constitucional adolece de algunos defectos técnicos, que la doctrina ha puesto de relieve. En relación con el procedimiento del artículo 167, se ha señalado la imprecisión acerca de lo que debe entenderse por falta de acuerdo entre las Cámaras y la insuficiencia de la norma que prevé la creación de una comisión paritaria sin añadir ninguna indicación concreta sobre el objeto y el procedimiento de su actuación. En relación con el artículo 168, la superficialidad y oscuridad del criterio utilizado para delimitar su ámbito de aplicación, la ambigüedad de las normas que establecen las funciones que corresponden a las dos sucesivas legislaturas y la ausencia de previsión alguna que permita superar, en la segunda de ellas, la eventual discrepancia entre ambas Cámaras.          No voy a entrar en el análisis de esas críticas, en general fundadas, ni exponer mi postura en lo que se refiere a cuál debe ser la interpretación de las normas, ciertamente ambiguas, que definen la función que corresponde a las Cámaras en las dos legislaturas que han de actuar sucesivamente cuando el procedimiento seguido es el previsto en el artículo 168. En este último punto, mi postura coincide, como cabe suponer, con la que adopta el Consejo de Estado en su Informe sobre la Reforma constitucional. Respecto de los restantes, me remito a las ideas que Juan Luis Requejo expone en el Comentario a la Constitución promovido por el Tribunal y cuya aparición estará, supongo, muy próxima.          Mi juicio sobre el procedimiento previsto en el artículo 168 es sin embargo menos duro que el de Requejo. Coincido con él desde luego en los defectos de la regulación, pero no me parece que este procedimiento reforzado equivalga a una cláusula de intangibilidad.          Las razones que justifican la necesidad, o al menos la conveniencia, de que la reforma de la Constitución se haga con intervención de dos legislaturas sucesivas son obvias y casi abrumadoras. El poder de reforma es poder constituyente y por tanto su configuración constitucional ha de asegurar en la mayor medida posible que la voluntad del órgano que lleva a cabo la reforma coincide con la del pueblo soberano al que ésta se imputa. La coincidencia puede buscarse por dos vías diferentes. Una, la vía previa, que al dejar en manos de los ciudadanos la elección de quienes han de integrar el órgano al que se encomienda la reforma, les permite predeterminar su contenido y su alcance. Otra, la intervención del pueblo a posteriori, para ratificar o rechazar la reforma que se propone, pero sin alterar los términos de la propuesta.          Aunque las dos vías persiguen la misma finalidad y a veces, como sucede entre nosotros y también en Dinamarca, pueden utilizarse conjuntamente, no parece dudoso que la vía previa permite una participación del pueblo en la elaboración de la reforma más intensa que la que le depara la posibilidad de aceptar o rechazar in toto la obra ya acabada. El precio a pagar por esa mayor eficacia es el de su considerable lentitud. Una lentitud que puede parecer deseable en la mayor parte de las ocasiones y que sin duda fue muy deliberadamente buscada en los orígenes del constitucionalismo, pero que puede resultar inconveniente en otros muchos casos. Este inconveniente no ha impedido que el procedimiento se mantenga en muchas Constituciones contemporáneas, sea como vía única para cualquier género de reforma, sea como vía reservada a las de mayor trascendencia, habilitando para las restantes un procedimiento más breve y menos exigente.          Para salvar la dificultad que implica la distinción a priori entre lo que es muy importante y lo que no lo es, algunas Constituciones ofrecen a las Cámaras la posibilidad de excepcionar, mediante mayorías muy reforzadas, de 4/5 e incluso 5/6, la aplicación de ese método a los supuestos previstos en la Constitución cuando, en razón de su lentitud o por otros motivos, se considere inadecuado. Es una técnica que quizás podría incorporarse a nuestra Constitución, incluso ampliándola en la medida necesaria para corregir todos los defectos que se reprochan al criterio que en ella se sigue para delimitar el ámbito de aplicación de los dos procedimientos de reforma. Tanto el que fuerza a utilizar el procedimiento reforzado para reformas que afectan sólo a cuestiones menores, como el que impide hacer uso de él para modificaciones que, aunque no versen sobre ninguno de los preceptos especialmente protegidos, alterarían sustancialmente la arquitectura constitucional.          Nuestra Constitución es ciertamente muy rígida. En la clasificación establecida por Lutz con datos de 1992, sólo la aventajaban en rigidez, y por este orden, las de Yugoslavia, Estados Unidos, Venezuela y Suiza; tras ellas aparece ya la nuestra, con el mismo grado de rigidez que las de Alemania y Nigeria. La dificultad casi insalvable para reformarla no viene sin embargo de su rigidez, sino paradójicamente de su apertura. No parece aventurado pensar que el obstáculo con el que chocó el propósito reformista que figuraba en el programa del Gobierno en 2004 viene más de la dificultad política de cerrar la Constitución, que de la dificultad jurídica del procedimiento que circunstancialmente había que seguir para conseguirlo. La apertura de la Constitución          Salvo en 1869, todas nuestras Constituciones decimonónicas, a partir de la de 1837, han aceptado tácitamente la organización territorial existente, limitándose a dictar algunas normas muy generales sobre Diputaciones provinciales y Ayuntamientos, cuya regulación se deja en manos del legislador.          La de 1978, por el contrario, aunque da también por supuesta la existencia de los municipios y provincias entre los que se divide el territorio nacional, introduce un principio nuevo de organización territorial, que no puede realizarse a través de la estructura preexistente, y que se incorpora a la Constitución de una forma ciertamente singular, como reconocimiento del derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones. Es decir de un derecho anterior a la Constitución, pues de otro modo no podría ésta “reconocerlo”, y cuyos titulares son por tanto también realidades existentes antes de que existiera la Constitución.          Como la Constitución, cualquier Constitución, es instrumento político, medio de integración y de creación de legitimidad, la fórmula del artículo segundo no puede ser criticada desde el punto de vista exclusivamente jurídico y por consiguiente se pueden disculpar sus manifiestas insuficiencias como norma jurídica. Sí exige sin embargo un desarrollo que dé existencia jurídica a los titulares del “derecho a la autonomía” y traduzca éste en repertorio concreto de derechos y obligaciones, o más precisamente de competencias y deberes.          Siguiendo la técnica utilizada por la Constitución de la II República, el Título VIII de la vigente, que es el que lleva a cabo este desarrollo, se limita a establecer un procedimiento que deja en manos de las provincias la creación de los entes que han de realizar el derecho a la autonomía convirtiéndose en Comunidades Autónomas, sin precisar en lugar alguno la correspondencia de estos entes con aquellos a los que el artículo segundo atribuye su titularidad, a los que sin duda muy deliberadamente, no hace alusión alguna.          Pese a ello, una opinión muy extendida en el momento constituyente, creyó ver una correspondencia entre la dicotomía de nacionalidades y regiones y la diferencia que la Constitución establece entre Comunidades creadas por iniciativa de “territorios que plebiscitaron en el pasado regímenes de autonomía” y aquellas otras que deben su origen a la iniciativa de las provincias, aunque éstas actúen ya como territorios dotados de un régimen provisional de autonomía. Una diferencia que hubiera podido reflejarse en el sistema institucional de unas y otras, cuestión que la Constitución dejaba abierta, pero que era explícita y acusada, aunque sólo temporal, sólo durante un quinquenio, en el ámbito de poder, en el elenco de competencias que las nuevas Comunidades podrían asumir, mucho más amplio en las creadas por la vía excepcional que las que lo fueron por el procedimiento común.          Esta correlación apenas sugerida entre nacionalidades y regiones, de una parte, y distintos tipos de Comunidades Autónomas, de la otra, quedó ya considerablemente difuminada con la creación de la Comunidad Autónoma andaluza y se desdibujó aun más con los Acuerdos de 1981, que extendieron a todas las Comunidades el sistema institucional previsto en la Constitución sólo para las privilegiadas e incluso redujeron las diferencias competenciales al abrir la posibilidad de que Valencia y Canarias asumieran anticipadamente, mediante sendas leyes de transferencia, competencias que iban más allá de lo previsto en el artículo 148. Más tarde, los Acuerdos de 1992 y más recientemente las reformas estatutarias acometidas a partir de 2004, parecen apoyarse en una interpretación del texto constitucional que no permite considerar como constitucionalmente necesario, cualquier género de diferenciación entre Comunidades Autónomas que no resulte de rasgos (lengua, derecho foral, condición insular) específicamente mencionados en ese texto.          El método a través del cual se ha producido esta reducción de las posibilidades de diferenciación que el Título VIII es el que resulta de la aplicación del llamado “principio dispositivo”, que la Constitución vigente recibió de la II República, pero que en ella operaba sólo en el momento inicial, para la creación de las Regiones Autónomas. De manera innecesaria, el texto constitucional vigente lo ha llevado más allá para hacer de él un principio estructural y permanente, no meramente coyuntural y transitorio.          Es cierto que en una interpretación muy rigurosa de dicho texto se podría sostener que sólo pueden apoyarse en él para ampliar el elenco de competencias inicialmente asumidas, aquellas Comunidades que en el momento de su creación debieron atenerse al marco establecido en el artículo 148.1, pues sólo a ellas atribuye el apartado segundo de ese mismo precepto esa facultad. Incluso podría entenderse, forzando algo más el texto, que esa posibilidad se agotaba con la primera ampliación, que por reforma sucesiva debía entenderse simplemente reforma posterior.          Esa interpretación rigurosa, además de forzar el texto hasta el límite de lo posible, sería sin embargo políticamente absurda. Restringir a las Comunidades creadas por la vía ordinaria la posibilidad de reformar sus Estatutos tantas veces como quieran para ampliar sus competencias, negándosela a las restantes equivaldría a establecer una diferencia irrazonable y difícilmente justificable entre estas Comunidades y las que surgieron por la vía privilegiada o especial, imposibilitadas de conseguir más competencias que las que inicialmente asumieron. Y ciertamente no ha sido esa interpretación rigurosa, sino la más abierta de las posibles, la que hasta el presente se ha hecho.          Todas las Comunidades Autónomas, en cualquier momento y tantas veces como quieran, pueden acometer la reforma de sus Estatutos de Autonomía para modificar, indefectiblemente ampliándolo, su propio ámbito competencial. Es esta vigencia permanente del principio dispositivo la que determina la apertura de nuestra Constitución. Una apertura en razón de la cual nuestra Constitución es siempre, en este punto crucial de la organización territorial del poder, una Constitución “accidental”, como la calificó Cruz Villalón en estas mismas Jornadas, hace ya ocho años. Una Constitución que se va elaborando de acuerdo con razones coyunturales que por esta vía se incorporan a la estructura permanente de nuestro sistema político. Apertura constitucional y reforma de la Constitución          Es posible que esta apertura permanente, prolongada en el tiempo mucho más allá del momento en el que fue indispensable, haya resultado beneficiosa, como afirman algunos. No estoy muy seguro de ello, porque los beneficios que ha producido la división del poder político entre las instituciones centrales del Estado y las Comunidades Autónomas son consecuencia de esta división, no de la vigencia perpetua del principio dispositivo.          Pero sean los que hayan sido tales efectos benéficos en el pasado, me parece improbable que sigan produciéndolos ahora, treinta años después de promulgada la Constitución, y desde luego me parecen evidentes y graves los que ocasiona esta apertura que nos hace vivir en un proceso constituyente permanente, sin término. Un proceso cuya permanencia anula el efecto que es propio de una Constitución e invalida una de las razones más frecuentemente utilizadas para justificar la conjugación indispensable entre constitucionalismo y democracia: la de que sólo la existencia de un marco institucional permanente hace posible que la acción de todos los actores políticos, tanto la de los órganos del Estado como la de los partidos, se centre en las necesidades de cada momento, en la labor de gobierno.          Por eso creo necesaria la reforma constitucional en este punto. Y no sólo por la importancia intrínseca de esta reforma, sino porque me parece obvio que sólo con ella, sólo cerrando esta puerta, se abrirán las que hacen posible acometer otras reformas. Las necesarias, por ejemplo, para corregir defectos graves de nuestro sistema institucional, como son los perceptibles en el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, o para suprimir exigencias que hoy carecen de sentido, como la que impone la reciprocidad para conceder el voto en las elecciones municipales a los extranjeros no comunitarios residentes en España.          En definitiva, sólo salvando este escollo se hará nuestra Constitución efectivamente reformable, una condición que como he recordado al comienzo, es indispensable para afirmar la legitimidad democrática de cualquier Constitución.          No ignoro sin embargo la dificultad política de llevar a cabo una reforma destinada a poner término al juego del principio dispositivo. Seguramente no carece de fundamento el reproche que los políticos “prácticos” hacen a los profesores de razonar en términos teóricos, alejados de la realidad. Pero sólo quien además de profesor fuera idiota podría pasar por alto la magnitud de esta dificultad, a la que los políticos prácticos aluden con frecuencia de manera perifrástica y poco elegante al prevenir contra el riesgo de “abrir el melón”.          La eliminación definitiva del principio dispositivo sólo se lograría, en efecto, mediante una reforma que llevase a la Constitución el mapa político del país. Una reforma que consagrase constitucionalmente la existencia de las Comunidades Autónomas realmente existentes y que incorporase a la Constitución la delimitación de competencias entre el Estado y las Comunidades. Pero una reforma de este género sólo se puede apoyar, para hacerla realidad, en un acuerdo nítido y firme sobre la gran cuestión de la homogeneidad o heterogeneidad de la división territorial del poder, de la igualdad o desigualdad en el ámbito de poder de las distintas Comunidades Autónomas. Un acuerdo que parece improbable en el inmediato futuro.          Pero si hemos de resignamos a convivir con el principio dispositivo, sí cabría reformar la Constitución para reducir las perturbaciones que su presencia origina en nuestra vida política. El efecto perturbador del principio se atenuaría probablemente si su ejercicio hubiera de sujetarse a condiciones más rigurosas que las que actualmente se le imponen. Si la puerta no se puede cerrar por entero, cabría al menos entornarla, arrimarla como en algunas partes de España se dice.          El estrechamiento de esta apertura hoy tan ancha puede ser mayor o menor, en función de los cambios que se introduzcan en el texto constitucional. Los que se sugieren en el Informe del Consejo de Estado sobre la Reforma Constitucional se reducen casi al de exigir para la aprobación de los Estatutos por las Cortes Generales una mayoría algo más amplia que la exigida para la de las leyes orgánicas e introducir quizás un recurso previo frente al texto así aprobado.          Como Presidente del Consejo de Estado y como partícipe activo en la Comisión que preparó el texto aprobado por éste, suscribo naturalmente estas propuestas, aunque sobre la eficacia y conveniencia de la última de las mencionadas tengo hoy algunas dudas. Hablando ya a título estrictamente personal, creo que se podría y quizás se debería ir mucho más lejos, añadir otras a las reformas que el Consejo propuso. Sustituir por ejemplo la regulación, hoy innecesaria, del procedimiento de creación de las Comunidades y de elaboración de sus estatutos, cuyo mantenimiento en el texto constitucional es absurdo, por una regulación detallada del procedimiento de reforma estatutaria, no sólo de su momento final.          No sería disparatado, por ejemplo, exigir que las Cortes Generales, antes de deliberar sobre un proyecto de reforma estatutaria, recabasen la opinión de todas las demás Comunidades Autónomas sobre el mismo, o prohibir que se presentase un proyecto de reforma antes de transcurrido determinado tiempo desde la entrada en vigor de la reforma anterior, o requerir que la reforma de los estatutos, como en algunos casos la de la Constitución, requiera la aprobación de dos legislaturas sucesivas, etcétera.          Pero aventurarse por esta vía es peligroso. * Francisco Rubio Llorente (Berlanga, Badajoz, 1930) es presidente del Consejo de Estado. Doctor en Derecho por la Universidad de Colonia (Alemania) y del Instituto de Estudios Políticos de París. Ha sido profesor de la Universidad Central de Venezuela, letrado y secretario general de las Cortes Generales, donde trabajó como asesor de la Ponencia Constitucional que elaboró el texto aprobado en 1978, y catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid, en la que es Emérito. Fue magistrado del Tribunal Constitucional de 1980 a 1989 y después vicepresidente hasta 1992. Es doctor honoris causa por la Universidad de Oviedo. Traductor de Karl Marx y Max Weber al español.
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