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Para combatir el calor… irse al fin del mundo

  • Un viaje mágico al sur de Chile

jueves 23 de agosto de 2007, 11:09h
Las necesidades de coordinación y presentación de la Red Iberoamericana de Diarios Digitales me llevan, verano tras verano, a América Latina. Y no es precisamente un sacrificio: cada vez que visito estas tierras hermanas me convenzo más de la identidad de unos pueblos condenados a no separarse jamás. Este mes de agosto he ido a dar en Chile, tras unos días en México en julio, y, como hace dos años, en Argentina –uno no puede perderse, al menos una vez en la vida, una visita al glaciar Perito Moreno, en Calafate--, esta vez acabé en el sur de Chile. Un viaje definitivamente mágico.
Llegué a Santiago –son catorce horas de viaje, que se dice pronto; ahora hay maneras bastante mas económicas de llegar, por ejemplo vía Air Comet o con reservas muy anticipadas en Iberia—para presentar nuestro diariohispanochileno.com y dar unas conferencias en la Universidad de Chile, que es la más antigua de este país. De paso, una inmersión por la gastronomía –Ostras Azócar, tel 6822203, en la calle General Bulnes, algo apartada, local recientemente restaurado tras un incendio, muy recomendable para quienes gusten de moluscos de vario tipo; ‘Como Agua para el Chocolate’, o algunos otros en el Mercado Central, como Donde Augusto para quienes prefieran otro tipo de sensaciones gastronómicas (y algo astronómicas a la hora de pagar. Buen vino, eso sí); es lo más nuevo en la capital chilena—.

Y también algún desplazamiento a la sierra, a ochenta kilómetros, en lugar de la típica visita playera a Valparaíso, también recomendable si se tiene tiempo (en ese caso, no se pierda una visita al restaurante Turri, en el Cerro Concepción; vistas magníficas y local y barrio preciosos. Al lado, el coqueto hotel Gervasoni, muy recomendable). En la sierra descubres que Chile no es el país desarrollado que te han pintado: visite usted Los Andes o San Felipe para comprobarlo. Y, ya que está por allá, no deje de visitar el restaurante Entreparras, enclavado en un magnífico lugar rural.

Pero, claro, una vez que se viaja a Chile, que al fin y al cabo está a unos catorce mil kilómetros de casa si usted vive, como yo, en Madrid, más vale que dedique un fin de semana largo, al menos, a viajar por el sur (una alternaiva radicalmente diferente, claro, es el desierto de Atacama, al norte). Yo tomé el avión a Punta Arenas, tres horas y media de viaje, con parada en Puerto Montt, una ciudad llena de atractivos naturales propios de una costa marítima fría y despoblada; es, al fin y al cabo, la ciudad más sureña antes de Puerto Williams.

Nosotros, sin embargo, desembarcamos en Punta Arenas, una ciudad portuaria y pesquera de no mucho más de ciento cincuenta mil habitantes (ellos dicen tener más de doscientos mil): con el grupo que me acompañaba, cenamos en La Luna, un restaurante sin pretensiones y magnífico, y nos alojamos en el Diego de Almagro, un hotel nuevo, de capital español, frente a la Costera, donde la atención es simplemente insuperable; puede usted elegir el hotel José Nogueira, en la plaza de Armas, lujoso y decadente, una mansión histórica, pero se perderá la vista al Pacífico.

Y, de Punta Arenas, viaje un poco más al norte: a Puerto Natales, una ciudad costera pequeña, fría y con el encanto de esos puntos marítimos que jamás serán turísticos –el frío aquí parece perenne—y que, en invierno –porque agosto, no lo olvide, es puro invierno en Chile--, parecen lugares desolados que nadie visita jamás. Quien haya estado alguna vez en algún sitio semejante a estos parajes entenderá lo que quiero decir: no hay paseo por una playa semejante al que se practica con unas gruesas botas, un abrigo pesado, una bufanda y un gorro de lana, mientras las gaviotas sobrevuelan tu cabeza y nadie está a al menos quinientos metros de distancia. Allí cenamos en un magnífico restaurante, dadas las condiciones de la ciudad, El Marítimo, junto al mejor hotel de la ciudad, el Costa Australis.

  Desde Puerto Natales, a dos horas de viaje (le recomiendo alquilar un cuatro por cuatro o apuntarse a una excursión organizada), al parque nacional de las Torres del Paine, reserva de la biosfera mundial, con unos paisajes que casi estoy por renunciar a describirlos aquí: enormes lagos que reflejan cumbres nevadas de increíbles formas geométricas, entre las que destacan los Cuernos del Diablo y las propias Torres del Paine, tres impresionantes rascacielos naturales de los que, sin duda, han tomado ideas los diseñadores de no pocos de nuestros edificios contemporáneos (estoy pensando, sí, en lo que ha quedado de la Ciudad Deportiva del Real Madrid y en los edificios que han venido a poblar lo que antes era terreno lúdico).



Claro que visitar el parque en invierno no tiene otra ventaja que la rebajita en el precio de admisión: de quince mil pesos , que son unos dieciséis euros, a ocho mil los adultos extranjeros. El parque, nevado, es simplemente grandioso: no hay paisaje suizo ni fiordo noruego, o paisale lacustre finlandés, que, a mi juicio, pueda emular el tremendismo de sus cumbres reflejadas en lagos como el Grey, el Toro, el Sarmiento, el Pehoe, el Nordenskjöld. Casi siete millones de hectáreas, buena parte de las cuales se quemaron hace dos años por la estupidez de un ciudadano checoslovaco, albergan fauna autóctona como el puma --.rey de aquellos parajes--, el huemul, el guanaco –pariente de la llama y de la alpaca, pero imposible de domesticar por su débil corazón, que hace que el mínimo susto los mate--, el zorro (plateado y colorado), el pudú, una especie de cierve sin cuernos, el ñandú, de la familia de los avestruces...

Nos alojamos en la Hostería del Lago Grey (tel 5661410172), bien atendida aunque con avituallamiento insuficiente para un turismo que pretende ser de lujo. Pero es que el máximo exponente hotelero de la zona, el hotel Explora, de cinco estrellas, cobra mil dólares por cada día de pensión completa, y no están las cosas como para tan enormes dispendios. Por lo demás, las varias hosterías del Parque te albergan dignamente por menos de cincuenta euros diarios. Lamentabemente, la del Lago Grey tenía su embarcación en reparación, y resultaba imposible visitar el glaciar cercano. Cosas de viajar en invierno a estos lugares de nieves casi perpetuas…

Recomiendo a quienes, como yo, abominan de las playas superpobladas y del deporte, lleno de riesgos, de tomar el sol vuelta y vuelta durante ocho horas diarias, que estudien seriamente este tipo de turismo. Tiene algo de aventura –llegar a Torres del Paine por carreteras heladas y solitarias tiene su aquel-- , exige perder un par de días en largos desplazamientos pero es diferente a cualquier otra cosa, y no es más caro, desde luego, que alquilar un apartamento en Marbella durante dos semanas. La Patagonia es el fin del mundo, pero el viaje está lleno de recompensas, como casi todos los viajes que se salen de los circuitos habituales.
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