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Prisioneros del caucus

sábado 09 de junio de 2012, 10:55h
Hace unos diez años le preguntaron a Joseph Stiglitz, que acababa de recibir el Premio Nobel de Economía, cual creía él que sería la causa de que nadie al interior del Fondo Monetario Internacional se atreviera a discrepar respecto de la ortodoxia del Consenso de Washington. La respuesta de Stiglitz fue muy simple: la razón es el poder que tiene sobre las personas que trabajan en el FMI el caucus interno. No sólo era un asunto de poner en riesgo el trabajo, sino de que su grupo profesional de referencia estaba convencido de la línea dura del FMI. Discrepar en ese contexto significaba quedarse fuera de juego.

La noción de caucus ha evolucionado desde la política norteamericana, que literalmente refiere al encuentro de los líderes partidarios (reunión de caciques, en su origen), hasta ampliarse para aludir al grupo de pertenencia y referencia que tienen las personas en cuanto a un determinado tema. Por ejemplo, en el ámbito de la política, el caucus de un político suele ser el espacio de su organización partidaria, mientras que el de un ciudadano común puede ser el grupo de amigos que tienen una determinada orientación política. Si el caucus es bastante homogéneo, será frecuente que la persona tenga temor de desprenderse del discurso imperante en su caucus.

Eso se acentúa en los casos de un alto compromiso, como es el de los movimientos sociales. Algunos hemos tenido la experiencia de que, después de una discusión razonada con un activista, si este llega a cambiar alguno de sus puntos de vista, al cabo de dos días de trabajo en su organización, regresa invariablemente a sus opiniones de partida, como si la discusión previa no hubiera existido. Como diría Stiglitz, la presión de su caucus le obliga a regresar al discurso aceptado en su comunidad. Y perdonen, pero algo de esto parece que le está sucediendo a Pérez Rubalcaba con sus tímidos intentos de adquirir sentido de Estado.

Este fenómeno se relaciona con la dificultad de elaborar un discurso objetivado, algo que impera en la comunicación y la cultura política española. Y que, desde luego, no afecta sólo a los políticos. Por ejemplo, en los programas de debate en radio y televisión es posible observar a ciertos comentaristas que al examinar un hecho o una propuesta van a calificarla dependiendo únicamente de quien la haga: si son críticos al gobierno van a devanarse los sesos tratando de dar una lectura negativa y viceversa. No hay esfuerzo alguno por objetivar todo lo posible la propuesta. Entre otras razones, porque ¿qué pensarían en su círculo de amigos, su partido, su organización, su caucus en suma, si él (o ella) dijera algo que pudiera interpretarse como incorrecto?

Tengo que decir que esta tendencia al cautiverio gregario de la opinión personal es un rasgo particularmente español, frente al elogio que se hace en otras culturas de la posesión de pensamiento propio individual. Claro, tampoco se trata de irse al otro extremo y buscar el pensamiento propio e individualista a toda costa. De hecho, en España pueden encontrarse ambos extremos sin mucha dificultad. Por eso, aquí en nuestro patio, lo importante sería buscar un equilibrio que facilite el esfuerzo por objetivar la opinión, muy especialmente la política.

Alguien podría pensar que estoy un poco obsesionado con los problemas de la cultura política española. Y puede que tanga razón. Pero es que estoy convencido de que la crisis económica debe manejarse desde el sistema político y existe un consenso creciente de que uno de los factores claves del buen funcionamiento de dicho sistema es precisamente la cultura política. Esa que nos facilita o dificulta la consecución de pactos de Estado, sin ir más lejos.
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