Siempre me pareció
acongojante ese 'duelo a garrotazos' goyesco. Altamente carpetovetónico,
diría yo. Muy propio de nuestra política desde
Isabel y
Fernando, que no
acababan, pese al tálamo, de compartir todos sus intereses políticos. Curioso,
regresando a la era contemporánea, ver cómo
Pedro Sánchez sacude a modo a
Mariano Rajoy en Valencia horas antes de escenificar un pacto con él en La
Moncloa. Puede que sea esta escenificación un símbolo de los tiempos que
corren: Gobierno y oposición agitan en público diferencias que quedan
soslayadas con el uso del 'teléfono rojo' entre los dos principales
actores de la vida política nacional. Y que
Pablo Iglesias me perdone, porque
pienso que él sigue sin ser, y creo que no debe serlo por el momento, uno de
esos dos principales actores.
Así que me atrevo a vaticinar
que Mariano Rajoy será el rival de Pedro Sánchez, y viceversa, en la carrera hacia
La Moncloa a finales de este año apasionante. Podemos agitar cuantas tesis
conspiracionistas queramos, pero incluso en este país surrealista suele
imponerse la lógica: ni
Susana Díaz ni, menos, alguien como
Carmen Chacón, van
a desplazar a Pedro Sánchez, secretario general por la fuerza de las urnas
internas, de la candidatura a la presidencia del Gobierno. Y nadie, a menos que
ocurra un terremoto político muy poco deseable, va a desplazar a Mariano Rajoy
de la aspiración a la reelección. Excepto, claro, que el imprevisible Mariano
Rajoy haya decidido otra cosa, que vaya usted a saber, por muy improbable que
hoy nos parezca.
Yo creo, si de algo vale mi opinión
de 'mirón' desde hace más de cuatro décadas, que no está mal que
sean Rajoy-Sánchez los antagonistas en el duelo final de este año de tránsito
por las urnas a todos los niveles. Me parece que están condenados a
enfrentarse. Y a entenderse. Escuchamos a sus escuderos decir que nada tienen
que ver el uno con el otro. Si me permite usted la salida por peteneras, menos
tienen que ver el uno y el otro con la excentricidad llamada Podemos. Así que,
si alguna ventaja va a tener la formación de Pablo Iglesias, más allá de
canalizar el desacuerdo ciudadano con una forma de gobernarnos, va a ser la de
propiciar el acercamiento entre PP y PSOE, un pacto futuro que, como ocurre con
la democracia según
Churchill, es el peor de todos los males...excluidos
todos los demás.
Hace años, concretamente
desde que lo escribí en un libro allá por 2007, que pienso que una gran coalición
entre las dos fuerzas aún mayoritarias -encuestas, favor de abstenerse-sería
la salida más lógica a la hora de proceder a una reparación general del casco
agujereado del barco del Estado. Dicen ambos que están en las antípodas, pero
piensan lo mismo sobre el mantenimiento de la Monarquía, sobre cuestiones
penales básicas, sobre la pertenencia a 'esta' Europa, sobre las
grandes líneas económicas -no sobre todas, faltaría más--, sobre las
bondades de la transición...en general, sobre la permanencia del sistema.
La irrupción de
Syriza-Podemos ha mostrado que aquí no queda otra opción que el mantenimiento de
las líneas básicas o la ruptura con casi todo lo que había. Ignoro si cabe ya
un consenso general en el que los unos introduzcan las reformas imprescindibles
para que esto no se oxide (aún más) y los segundos, manteniendo la disidencia
general, se acomoden a unas reglas del juego que, por otra parte, han sido tan
largamente asumidas por la ciudadanía. Despreciar los unos a los otros poniéndoles
la etiqueta de utópicos, liberticidas, 'marxistas leninistas', y
los otros a los unos colgándoles la etiqueta genérica de 'casta'
impresentable, sin derecho a la vida, acabará llevándonos al desastre. Casi a
una confrontación civil, naturalmente incruenta. Esa no es la alternancia
deseable, la renovación que va siendo imprescindible. Este debate preelectoral
en el que nos hemos embarcado es un demencial regreso a la más elemental, esquemática,
dialéctica reforma-ruptura, a los planteamientos de hace cuarenta años. ¿Será
posible que haya pasado casi medio siglo y estemos anclados en los mismos parámetros?
Pues entonces, paren, que yo, que ya he viajado por este trayecto, me bajo. Déjà
vu.
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