Análisis superfluos

Una preceptiva no escrita, ordena que los discursos del Rey sean desapasionados, universales y, en algunas cuestiones, un punto anfibológicos. Para apasionados, provincianos y redundantes ya tenemos a la nómina de los políticos profesionales.

Esa preceptiva no recogida en ningún manual, pero seguida con reincidencia comprobada, convierte los discursos reales en piezas bastante previsibles, y, si lleváramos a cabo el ocioso ejercicio de cotejar, comparar y volver a leer los discursos de Navidad pronunciados en las treinta y dos ocasiones anteriores, encontraríamos afirmaciones y expresiones iteradas, reiteradas y, algunas, constantes entre uno y otro año.

Sin embargo, debido a que los políticos en nómina suelen retirarse unas horas alrededor de la nochebuena, y los periódicos no se publican el día de Navidad, los análisis del discurso del Rey se han convertido en una especie de género literario, a mitad de camino entre la lógica de salón y la narrativa fantástica. Pocos textos tan predecibles y desapasionados como los discursos navideños del Rey estimulan tantos y tan singulares análisis, como si se tratara de desentrañar la ambigüedad de una de las frases que solía soltar el oráculo de Delfos. Desde el marxista arrepentido hasta el liberal converso, no hay analista que no disecciones unas palabras que ocultan muy poco e incluso no adivine segundas intenciones en unas frases bastante sencillas. Como arúspices contemporáneos, las preposiciones, los adjetivos y hasta las pausas, hacen el papel de hígado de las ocas con el fin de que los ciudadanos normales, que no estamos iniciados, podamos comprender el alcance de lo que ha querido decir el Rey. A mí, en el fondo, me recuerda al sacristán de una catedral, que hacía de guía y, al pasar junto a las esculturas, daba con los nudillos y decía "alabastro", "madera" o "mármol", según el material en el que habían sido esculpidas.