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Del cainismo, la delación y del síndrome de Estocolmo

jueves 30 de abril de 2020, 16:01h

No he olvidado la escena final de la película “La invasión de los ultracuerpos”, que vi en su estreno, en 1978, y que forma parte de la historia del cine. Pongo en antecedentes al lector, que puede encontrar serias semejanzas con el escenario que hoy nos rodea: unos microorganismos llegados de no se sabe dónde germinaban y, por la noche, y mientras que cada persona dormía, de una vaina nacía un clon, que la sustituía. El clon carecía de cualquier tipo de emociones o sentimientos, todos tenían idéntica personalidad. La única solución para no caer en esta forzada igualdad era no dormir, no caer en los apacibles brazos de Morfeo, lo cual hacía que, tarde o temprano, todos pasaran por taquilla. Al final del filme, dos de los protagonistas que habían luchado con todas sus fuerzas para no dormir, se reencuentran en un solitario parque; ella se acerca a él y, en un susurro, intentando pasar desapercibida porque todavía era la “auténtica”, lo llama “Matthew, Matthew”. Donald Sutherland gira la cabeza, la mira y, señalándola con el dedo acusador para que todos la vieran, con ojos desencajados e inyectados en sangre, emitió un grito gutural y escalofriante, que todavía resuena en mis oídos.

De esta película se han hecho distintas lecturas: la obvia, de la ciencia ficción; la soterrada, de la crítica social. Del intento de la Naturaleza, y sobre todo de los Humanos, de igualarnos, de modificar nuestro estatus quo, de hacernos felices desde la indiferencia y la erradicación del alma. De cómo la Humanidad puede dejar de ser humana.

Ayer, viendo la televisión desde la cárcel que es mi casa, vi de nuevo a tan carismático actor, pero esta vez clonado en forma de señora que, dedo acusador y móvil en mano, grababa desde la venta de su casa y gritaba “una familia, una familia”. Me pareció percibir incluso odio. En la grabación se veía por una solitaria calle a dos adultos que iban con dos niños pequeños. ¡Una familia, una familia! ¡Van juntos! ¡Por favor, que vengan los GEOS, o el helicóptero ése especializado en aterrizar en medio del monte para multar a un perro y a su acompañante!

Claro está, la imagen ha salido en todos los medios de comunicación, seguramente la Interpol ya los estará buscando. No debería hacerlo, la “policía del balcón” seguro que conoce toda su genealogía, bastará con preguntarle. Como el que grabó a otro vecino tomándose un vermú en la azotea de la comunidad. Como quien se preocupó de si quien aparecía fugazmente en una grabación en directo, en la casa del reputado periodista que estaba teletrabajando, se había saltado o no el confinamiento o estaba infringiendo no se sabe qué ley.

Surge de nuevo, pues, con todo su esplendor, la delación más repugnante, aderezada convenientemente por el coro de palmeros de rigor.

Alabo la utilidad del chivato, más modernamente llamado arrepentido, para luchar contra el crimen organizado, las mafias y la corrupción. Pero detesto con todas mis fuerzas al delator cercano, al Juan Lanas del “Tormento” de Pérez Galdós; ese mentecato al que todos conocemos y que ha olisqueado su minuto de gloria en la pandemia. Al don nadie al que le dan un silbato para regular el tráfico y se cree el alcalde. En los momentos más terribles de la Historia, el delator renace, como las malas hierbas con las primeras lluvias.

El delator, las más de las veces, suele ser alguien cercano. En este escenario de división social y enfrentamiento que nos están inculcando, hay que tener mucho cuidado con los vecinos. Ellos serán los que se encarguen de avisar a la autoridad, ésta sólo tiene que esperar. Y lo harán a cambio de nada, no recibirán absolutamente nada en compensación. Escudados en el pasaporte del civismo, o en que su acción protege la salud colectiva (es de risa que el Juan Lanas se irrogue tan pretenciosa ambición), se sienten autorizados para vigilar, grabar y denunciar a los demás. Y afear su comportamiento, no hay cosa que les guste más.

Esa familia de dos adultos y dos niños pequeños lleva seguramente cuarenta y tantos días de reclusión en su casa, juntitos las veinticuatro horas del día. La norma absurda de obligarlos a salir por separado a la calle debe ser tildada, con calificativo muy en boga estos días por ser utilizada por los políticos, de vergonzosa. Esta orden impide que, de los cinco integrantes de mi familia, sólo una niña de dieciséis años siga sin poder salir a pasear. No tenemos el comodín del perro.

No nos equivoquemos. Hoy será la familia de dos y dos. Mañana será el que tenga la mascarilla mal puesta, o los que entren en un bar del futuro y compartan el plato. ¡Que venga la Legión, que en la mesa de al lado han puesto un plato al centro! ¡La extinción del entrecot trinchado para compartir!

Lo que está en juego es, no nos equivoquemos, la Libertad. No defiendo la anarquía, pero sí la Libertad de hombres, mujeres, niños y niñas, que tanto ha costado conseguir, con respeto siempre a leyes decentes y justas, previsibles, coherentes y elaboradas consensuadamente, con sentido común. Que solucionen problemas y no los creen. Muchos piensan que incumplir, o interpretar desde la buena fe, normas absurdas, de más que dudosa constitucionalidad, no es una opción, es un deber.

La libertad de los ultracuerpos también era libertad, claro está, pero con minúscula. Y estaba regida por sus normas, había principio de legalidad: obedecer y no preguntar. El silencio de los corderos.

Ya veremos dónde llegamos. Entretanto, los cainitas, ya sabemos, están al acecho, enfermos con el síndrome de Estocolmo. Los líderes ya han amenazado, eso sí con indulgentes voces aflautadas, con quitarnos el caramelo y no dejarnos salir más. Tendremos que disimular y parecer que somos nacidos de la vaina, es la clave. Y asegurarnos, antes de llamar a “Matthew”, de que sigue siendo el original. Hay demasiados clones (y drones) vigilando.

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