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Estado de excepción

Estado de excepción

lunes 08 de septiembre de 2008, 06:07h

El incremento de velocidad en la sucesión de contradicciones y la prolongación de la crisis política en nuestro país ponen a prueba todos los esquemas y categorías de análisis y crean figuras y situaciones insospechadas. Se aplica esto al tipo de Estado, hoy medularmente afectado por los avatares del avance del proceso constituyente. El tipo de Estado depende de las particularidades de conformación del bloque en el poder (el conjunto de sujetos sociales que ejerce el poder estatal, en torno a la hegemonía de uno de ellos), lo que se expresa en la relación entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo (PL).

Desde que en las elecciones nacionales de 2005 el Poder Ejecutivo Nacional (PEN) y una de las Cámaras legislativas quedaron fuera del control de los grupos dominantes tradicionales se ha apurado una incesante fragmentación del poder político en un conjunto de centros dispersos. Pese a que durante el lapso transcurrido desde entonces el Gobierno nacional ha sumado una formidable representatividad, no alcanza a solucionar la ausencia de hegemonía (entendida no como imposición, sino como “consentimiento activo”) favoreciendo un severo desajuste del Estado, donde la máxima representación de la soberanía popular se concentra en el Ejecutivo y no en el Congreso, que viene a ser más bien un privilegiado espacio de choque. La desgarrada unidad del poder político favorece un incremento constante de la autonomía relativa del Estado (es decir que el Estado no responde directa y automáticamente al mando de la clase dominante, sino a la custodia de sus intereses de largo plazo) y genera un funcionamiento atípico de aparatos como la Policía y las FFAA que se mueven bajo condicionamientos inéditos toda vez que tratan de cumplir sus tareas de mantenimiento del orden.

Se perfila así un tipo de Estado de excepción, distinto de las figuras de bonapartismos, fascismos u otras variedades previamente categorizadas. Este peculiar tipo estatal es producto de la vigencia de una formalidad institucional democrática y el pleno ejercicio de libertades y derechos, que se combinan con la mencionada ruptura de unidad del poder, reflejada en una presencia y control estatal discontinuos, tanto territorial como organizacionalmente.

La semejanza que pudiera encontrarse entre esta situación y las que se calificaron como “poder dual” en nuestra Historia, durante la segunda mitad del siglo XX, es epidérmica y engañosa. La dualidad efectiva de poder se asocia a la urgencia de precipitar un desenlace, mientras aquí y ahora, cuando prima una tensión continua entre legitimidad y legalidad, el actor que sepa lograr su convergencia tendrá ventajas para lograr una recomposición de la unidad del poder estatal (que no es lo mismo que su centralización) favorable al proyecto que representa. La acumulación de representatividad trae ganancias en las correlaciones de fuerzas institucionales y mejora la capacidad de una negociación, siempre que se asuma que lo democrático concreto es un producto de las luchas populares y no una noción ajena o un discurso irrelevante. Si realmente se comprende lo anterior, el tránsito del Estado de excepción a una nueva forma y tipo de Estado será más rápido y sencillo y se conseguirá recuperando y vigorizando instituciones, no demoliéndolas o paralizándolas. Ésta parece, en el corto plazo, la mejor manera de neutralizar la traicionera incitación a la violencia de los representantes del pasado y, en el largo, de poder construir lo verdaderamente nuevo.

* Analista

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