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Sexo encubierto, Estado y religión

lunes 13 de febrero de 2023, 11:41h

La semana pasada nos enteramos del caso infame de un policía infiltrado que mantenía relaciones sexuales como parte de su cometido para obtener información. En este caso, una suerte de Matahari masculino que obedecía (entendemos) instrucciones del estado.

La leyenda de oscuras personas infiltradas al servicio del estado cuyos tentáculos a veces asoman a la superficie para aprovecharse de los incautos, recorre los movimientos sociales como la de aquellos monstruos marinos que antaño dejaban a la deriva barcos fantasma cuajados de muertos, con la notable diferencia de que los monstruos marinos son una leyenda, y las fuerzas de seguridad infiltradas son una realidad.

Tras la demanda interpuesta contra el policía infiltrado han caído en cascada las opiniones y análisis al respecto, cabiendo destacar el análisis que hacía Santiago Alba Rico en su artículo “El infiltrado” donde con precisión cirujana explica que más allá del repudio que nos pueda ocasionar, posiblemente no haya ilegalidad, ni deba haberla, en un acto sexual, siempre que sea por ambas partes consentido. No debe haberla, porque en caso contrario, significaría el fin de la libertad sexual que permite a cada cual acostarse con quien quiera. Por poner un ejemplo, valga el de los casos de “ghosting” aquellos en los que una persona desaparece sin dejar rastro. Si esa persona que ha desaparecido te hubiera jurado amor eterno para llegar hasta tu cama y todo hubiera quedado en una noche… ¿Sería ilegal? No se puede obligar a un policía a identificarse como tal antes de tener relaciones sexuales con nadie, como no puede obligarse (por poner un ejemplo controvertido) a una persona con VIH a decir su estado serológico antes de tener sexo. Como persona adulta, asumes el riesgo de usar o no preservativo, y lo mismo pasa cuando la persona con quien te acuestas resulta ser un policía que te sedujo para que le contaras tus secretos. La consideración de persona adulta y responsable de tus actos conlleva riesgos.

Sin embargo, este debate no va por ahí. Como en los icebergs, el debate se ha centrado en la parte visible, olvidando el enorme calado que subyace bajo la línea de flotación

El debate de verdad que debiera ocuparnos es cuáles son las funciones y cuáles los límites del estado, y hasta que punto esas funciones y límites pueden cambiarse de dirección, estrecharse, o alargarse en función de quién se halla a los mandos. Dónde termina la protección a la ciudadanía y dónde empieza el control.

Sabida es por todos, la existencia de servicios secretos. Sería estupendo pensar que los servicios secretos operan atendiendo siempre a la legalidad vigente, sin embargo, a tenor de varios casos públicos y notorios no parece ser esa la realidad. Los servicios secretos no son secretos únicamente por la necesidad de discreción, sino que amparados en esa necesidad de discreción tienden a la vulneración de las normas que rigen para los demás. ¿Puede el lector acordarse del caso Paesa? ¿De los fondos reservados? ¿De las amantes de su emérita majestad?

Todo lo mencionado han sido escándalos cuando han salido a la luz. Porque el problema de fondo, no es la existencia de agentes infiltrados, el problema real es el resquebrajo de la sensación de seguridad y de imparcialidad, cuando el estado -supuestamente democrático- que debiera ser garante último de la misma, se vale de los huecos alegales para explotar la vulnerabilidad que proporciona el acceso a la intimidad y usarla en sentido contrario al que debiera ser su cometido. Por poner un ejemplo ¿Sería legal que el estado metiera a policías infiltrados en la sanidad para desarticular los movimientos de protesta por los recortes en la misma? ¿Puede el estado saltarse sus propias normas?

Esto no va de salvaguardar la seguridad nacional frente a un grupo terrorista o frente a una potencia extranjera. El debate que se abre con el policía infiltrado va de los límites de la democracia, de cómo el estado que debería velar por el bienestar de sus ciudadanos actúa para satisfacer los intereses políticos de una parte, perdiendo la neutralidad que debiera regir con la ciudadanía a la que se supone da cobijo. ¿Puede un estado no neutral con sus ciudadanos considerarse realmente democrático? Este, es el punto que en mi opinión nos debería ocupar.

El estado, como ente/ilusión que dicta unas normas para la convivencia de todos nosotros, como garante último del cumplimiento de las mismas, como pacto social que permite el desarrollo cívico, se tensa en sus costuras cuando aparecen casos como el del policía infiltrado porque se pierde la confianza en quien debería darla. Se rompe la ilusión de seguridad, da pie a la paranoia y se amenaza a sí mismo olvidándose de que no es más que un constructo social más fuerte cuanto menos fuerza necesita para existir. Cómo la religión, es la creencia en el estado lo que le da forma y estabilidad. Si se descubre que el estado no es más que un engaño torticero para satisfacer los intereses de una parte, el estado pierde su atributo democrático para convertirse en un mero instrumento al servicio de quien detenta el poder, sueño húmedo de cualquier dictador en potencia. El estado como garante de seguridad, solo lo es en la medida en que se cree en él, si la credibilidad se rompe, el estado deja de existir para convertirse en una organización de otra clase.

Carlos Paredes

Analista político

Fue portavoz de Democracia Real Ya (DRY, 2011-2012) colaborando en la aparición del movimiento 15-M. Fue presidente de Ecopolítica (2020-2021) y ha tenido presencia como invitado y tertuliano, en 'El programa de Ana Rosa' (Telecinco), 'Las mañanas de Cuatro' (Cuatro TV), '13 TV', 'Los Desayunos de TVE', 'El Objetivo' y 'La sexta noche' (La Sexta)... En 2011 fue portada de las revistas 'Tiempo' y 'Pronto' como portavoz de DRY, además de contar con apariciones en medios internacionales como 'Le Monde', 'Le Monde Diplomatique', 'Der Spiegel', la 'Rai', la televisión pública francesa... Su nombre aparece en el libro 'España 2020, la España que necesitamos', junto al de José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy, entre otros. Colaboró en la publicación por primera vez en castellano de 'Vida y Muerte de Petra Kelly' y actualmente lleva una vida retirada de la política activa, concretamente en el sector privado, dedicado al mundo de la pequeña empresa.

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