Manos de vida

Lamentablemente la muerte, a veces, se presenta para decirnos que hay que vivir, algo tan básico pero que olvidamos en demasiadas ocasiones…

Desde el lunes estamos sobrecogidos con el horror que están viviendo en Turquía y Siria después de uno de los terremotos más mortíferos de la última década. Más de 20.000 muertos, casi 70.000 heridos, edificios que colapsan como si estuvieran construidos con palillos, familias desaparecidas, rotas. Vidas arrancadas de manera terrible, injusta e inexplicable.

Demasiadas imágenes que nos dejan sin palabras, miradas que se clavan en nuestras retinas. Manos que asoman entre los escombros, manos que se resisten a soltarse, manos que son el único aliento en medio de la desolación, manos que tiran de otras de manera prodigiosa. Llantos desesperados, gritos desgarradores, silencios deseosos de escuchar algún ruido… Personas que, ni en la peor de sus pesadillas, pensaban que no habría un mañana, que a sus “buenas noches” no les sucederían unos “buenos días”.

Entre tanto dolor y tanta muerte están esos ángeles de cascos blancos, voluntarios que trabajan sin descanso intentando obrar el milagro. Aquellos que ponen sus vidas al servicio de esas otras que se agarran a este mundo para conmovernos y hacernos ver que siempre hay esperanza; como la de ese bebé que después de días entre escombros y temperaturas gélidas volvió a nacer cuando le encontraron y aún permanecía unida por el cordón umbilical a su madre desgraciadamente fallecida, ¡Qué paradoja tan injusta y cruel! La vida y la muerte en una sola imagen.

Una muestra más de nuestra fragilidad: un virus, una guerra, un terremoto… no todo lo podemos controlar, no somos infalibles. Un día echamos de menos lo que tantas veces habíamos echado de más, un día lo urgente desaparece porque ya solo existe lo importante, un día la queja pierde todo el sentido porque se acaban sus motivos. Un día lo cotidiano se torna en verdaderamente extraordinario. Un día nuestra vida puede estar en otra mano.