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El año de los populismos

miércoles 07 de diciembre de 2016, 09:29h

Menos mal que los austríacos, de los que no me fiaba un pelo, han terminado por elegir como presidente a un personaje de la izquierda moderada. Con su voto, provisionalmente, han ahogado las expectativas, más que reales, de un aspirante de la extrema derecha local. Que algo así se consumara en el corazón de Europa daba mucho miedo. Los italianos, sin embargo, aprovechándose de otro referéndum suicida, han preferido negarle el pan y la sal a la propuesta de reforma constitucional ideada por el gabinete socialista de Matteo Renzi. No me sorprende nada. Nuestros vecinos, tan admirables en tantas cosas, son expertos en desestabilizarse a sí mismos. Medran muy bien en la inestabilidad política y consiguen pactar consensos inverosímiles cuando la ocasión lo requiere. Aquellos que han perpetuado en el machito a un caballero tan retrógrado y siniestro como Silvio Berlusconi, que todavía asoma su jeta de plastilina cuando suenan los truenos, son los mismos que ahora mantienen como alternativa de poder a un movimiento radical, vacío y demagógico, provinciano y estrambótico, de ideario confuso, que dirige un cómico mediocre.

Termina así, salvo nuevas sorpresas de última hora, un año horrible. Todo lo malo que podía ocurrir ha sucedido. Cuando comenzó este año nefasto de 2016, ¿quién imaginaba que los británicos se marcharían de la Comunidad Europea? Cuatro cenizos con mala sombra. Cameron había gobernado cuatro años en coalición con los liberales, acuerdo que salvó al Reino Unido de las carencias que se atribuían al líder conservador; pero ganó sus segundas elecciones por mayoría absoluta y confirmado en el cargo comenzó a destrozar todo lo que tocaba. Después de que se jugara en la ruleta rusa el futuro británico de Escocia, este pamplinas de alta cuna y buena estampa, sin más cualidades que las imprescindibles para vestirse solo cada mañana, preguntó a su pueblo si quería seguir en la Europa comunitaria. Lo hizo para combatir a los extremistas que pregonaban la salida y acallar de paso a los euroescépticos de su partido. Nadie lo esperaba, pero ganó el nacionalismo rancio e insolidario de siempre teñido de populismo xenófobo. Triunfó un mensaje tan falso como preocupante: Europa se queda con parte de nuestras riquezas y nos manda a miles de inmigrantes de medio pelo. Las nuevas generaciones y los habitantes de las grandes metrópolis, que votaron mayoritariamente contra el Brexit, se quedaron sin futuro europeísta. Gran Bretaña salió de la partida rota en dos, con Escocia e Irlanda del Norte dispuestas a independizarse para seguir en Europa. La Unión quedó tocada económicamente y malherida políticamente.

Lo de Donald Trump es otro ejemplo de lo expuesto. En los Estados Unidos se manifiestan dos formas muy distintas de entender la vida. Ambas civilizaciones, tan diferentes como distantes, se envuelven, sin embargo, en la misma bandera. Los ciudadanos más urbanos, abiertos, informados y progresistas viven en Nueva York y en los estados limítrofes de la Costa Este, en los territorios de los Grandes Lagos, en San Francisco o en Los Ángeles. Poco o nada tienen que ver con los habitantes de la América profunda que se extiende por gran parte del país. La llegada de millones de inmigrantes, en su mayoría latinos, no ha cambiado la estructura demográfica de los Estados Unidos. De lo más hondo proceden los votos a Donald Trump. Hombres y mujeres blancos, temerosos de Dios, incultos e infantiloides, ocultos en sus particulares empalizadas, sin más horizontes que lo próximo y familiar, desconfiados con el forastero, educados en la cultura del éxito personal, amarrados a su pequeña propiedad privada y defensores acérrimos de su triste libertad individual. Solo entendiendo cómo es y cómo piensa esa gente puede explicarse el triunfo de Trump. Solo así puede entenderse la irresistible ascensión de un capitalista tramposo, rijoso y soez, ultraconservador, insolidario, racista, proteccionista, imperialista, nacionalista y populista. Mi abuela repetía una frase que se me hizo muy familiar con el paso de los años: “año bisiesto, año siniestro”. A ese refrán yo añadiría un calificativo más: el periodo que termina bien podría llamarse “el año de los populismos”.

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