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Sociedad sin esfuerzo

martes 11 de agosto de 2020, 19:21h

Cerca de mi casa, en las tapias de un parque, a trescientos metros de un colegio y seiscientos del cuartel de la Guardia Civil, se instala todos los días un señor que vende droga. Los vecinos lo hemos denunciado al Ayuntamiento y a la Guardia Civil, sin éxito aparente. Todo son facilidades para el principio de muerte, la mortudo que dijera Freud, el proceso destructor que anida en cada uno de nosotros.

El botellón es otra manifestación externa, de ámbito nacional, del mismo principio: la búsqueda desesperada de una cirrosis hepática desde la adolescencia, arramblando entremedias con las posibilidades del cerebro, al acarrear la muerte prematura de cientos de miles de neuronas. Sin duda, un logro mayúsculo de la neutralización del impulso juvenil, de su voluntad de poder existencial y de su voluntad de superación, incluso orgánica.

La compulsión sexual, de encuentros ocasionales y múltiples durante la misma noche, que se escudan en el anonimato y se urden con urgencia en el frenesí de la pista de baile, es otro clamor atronador de la deriva hacia la ruina de una sociedad errática y sin fuste.

Detrás de los procesos auto-destructores, individuales y colectivos, subyace un déficit de autoestima: la persona no se quiere a sí misma, no aprecia lo que es, desconoce las cualidades que puede desarrollar y, consecuentemente, también carece de proyecto estructurante que canalice esa potencialidad. A los pueblos les ocurre igual que a los individuos que los integran. El nihilismo panorámico castra el progreso, incluso cuando la casta dirigente alardee de progresista.

Sabemos que la Ministra de Educación actual ha llevado a sus hijas a las teresianas de Getxo. No podía ser de otro modo, tratándose de la sociedad de Neguri, aunque lleve vitola de socialista. Alguna tenía que llevar. La congruencia entre lo que se predica en los mítines y se hace en la vida ordinaria, está por llegar. Mejor dicho, los poderosos educan a sus hijos para líderes, asegurándoles, simultáneamente, una extensa manada asilvestrada a la que pastorear, que la igualdad es un pretexto para que viva bien Irene Montero y use el coche oficial para ir a Segovia a comer cochinillo.

Ahora, lamentamos la inconsistencia de muchos jóvenes, incapaces de mantener la disciplina en pro de la higiene ante la pandemia. ¿Es hedonismo a galope? No, porque la compulsión que reina, con nocturnidad y alevosía, de sexo, droga y alcohol, no trae mayores dosis de placer. Estos rituales se hacen sin que exista una determinación libre; seguir los deseos no es ejercer la voluntad, sino dejarse llevar del impulso, o de la moda, del uso social gregario, irreflexivo e igualitario, en el sentido que le gusta a la Sra. Montero: indiferenciado, sin individualidad. Esa conducta no es libre, porque apenas hay voluntad personal.

La voluntad del esfuerzo fue proclama por Maine de Biran con su “volo, ergo sum”, con el que parafraseaba a Descartes. El esfuerzo no es un valor que guste a la Ministra de Educación, ni al Ministro de Universidades: cuantas menos exigencias haya, más iguales seremos. Es el principio que inspira su política. En cambio, a mayor esfuerzo, más singularidad, mayor diferenciación en el perfil de identidad. Esto no toca.

El esfuerzo comienza siendo empatía: meterse en los zapatos del otro y esforzarse por mirar el mundo como lo mira el otro. Sólo si media la empatía, es posible el compromiso y la compasión, en la noble acepción de la palabra compasión.

Los periodistas dicen que como Iván Redondo y Fernando Simón no nos han dejado verlos, presumiblemente, 50.000 ataúdes de nuestros compatriotas muertos por el Covid-19, carecemos de sensibilidad hacia los nuevos contagios. Esto es una parte pequeña de la verdad. El alarde necrófilo podría haber producido espanto, pánico, un miedo atávico a la muerte, sentimientos poco disuasivos, igual que los cuadros de Juan de Valdés son poco edificantes, porque siempre son otros los que se mueren y la muerte es un esqueleto estrafalario con guadaña que nadie ha visto.

En cambio, la empatía con el doliente vivo puede generar condolencia, cercanía en el dolor, solidaridad humana ante el gran fracaso de la muerte. De ahí, puede surgir un compromiso, activo de ayudar a otros y pasivo de no colaborar con el virus. Pero, la empatía se educa, se incardina en el elenco de valores que han de constituir la personalidad a desarrollar. No se improvisa en un laboratorio, como si fuera una vacuna rauda a emplear ante la emergencia.

La naturaleza del hombre puede modificarse cuando hay un cultivo de la voluntad de querer. Lo dice Zubiri; pero, si no lo dijera así, lo confirma la psicoterapia. Esta promueve el cambio, no sólo de la conducta, sino del agente que la produce, porque revierte la sensibilidad de éste y sus emociones, incita su creatividad y osadía para salir de los hábitos y, a continuación, la persona “quiere” ser de otra manera, desea liberarse de sus hábitos ante las consecuencias nefastas que le ocasionan y hacer su vida de otra forma más placentera y útil.

Es decir, que somos lo que queremos ser. Y queremos ser nuestras preferencias, aquello que elegimos de las proposiciones que se nos formulan. La voluntad va detrás de los conatos, decía Leibniz, aquello que el pensamiento cataloga como bueno. Claro, él era un racionalista y sólo se fiaba de la razón. El niño que pasa por delante del expendedor de droga, sin que la sociedad lo preserve, cuando tenga unos ahorros, “querrá” probar y se pondrá en riesgo; incluso, puede que el expendedor invierta, invitándolo. El adolescente que empieza a hacer botellón, secundando a los mayores, pone en estos su referente de bondad, y tampoco la sociedad hace nada por desacreditar tales paradigmas. Y el púber, aún sin bozo, también alcanzará su mayoría de edad, “mojando”(sic) cada noche de viernes y cada noche de sábado. Es el “querer” de Vicente, que va donde va la gente, al buen tuntún, sin hacer esfuerzo alguno para ser de otra manera y menos ir a contracorriente.

Así pues, si vale la generalización, tenemos la juventud que criamos en la niñez inmediata, a golpe de caprichos y antojos, grandes consumos de dibujos animados y “Mangas”, clases extraescolares lúdicas y divertidas y silencios espaciosos de la familia absorta ante el televisor.

No basta con lamentarse. La experiencia de hoy ha de generar aprendizaje a integrar. Si queremos tener jóvenes responsables, solidarios con su sociedad, promotores de humanidad, sujetos agentes de una cultura próspera, atendamos al desarrollo de las inteligencias múltiples desde la infancia, persigamos los tóxicos y fomentemos la ejemplaridad desde los líderes más encumbrados, hasta el último edil de pueblo. Cada padre, cada maestro, cada profesional, cada persona es un hontanar de valores éticos, aunque no dé mítines, ni predique nada.

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