La figura de Francisco, el primer papa iberoamericano y el único de la orden jesuita, que acaba de dejarnos tras 12 años de pontificado, ha levantado todo tipo de filias y fobias tanto entre las filas católicas como en las del laicismo (progresista o no).
Sencillo, directo, inteligente y quizás, por encima de todo eso, controvertido. Es lógico porque es, no ya difícil sino imposible, contentar a casi 1500 millones de católicos existentes en el mundo y, mucho más aún, al resto de los mortales, de diferentes sensibilidades políticas, religiosas y sociales.
Quizás en lo que todo el mundo esté de acuerdo es en que Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, ha sido el Pontífice que menos indiferencia ha concentrado sobre su figura y, curiosamente, lo que parece haber ocurrido con él es que ha influído más en el terreno del laicismo, e incluso en el de las otras religiones, que entre los católicos de a pie.
No así, en el seno de la propia Iglesia, cuyas formas, prioridades y conceptos (fe, misericordia, esperanza, atención a los más pobres y marginados de la sociedad, etc.), se han visto sustancialmente revisados, actualizados y revitalizados a lo largo de su pontificado.
Y, lo que aún es mucho más extraordinario, la coherencia de un Papa entre lo que dice y lo que hace nunca ha estado más en línea que con este Pontífice de origen argentino que ha sabido acercarse al alma del pueblo de principio a fin de su pontificado, casi como si se tratase de un párroco global a quién todo el mundo sentía cercano, un cura de pueblo al que uno podía acercarse. La renuncia al boato, a sus espacios dentro del Vaticano y el traslado de residencia desde el apartamento papal tradicional hasta una humilde celda de 3 por 4 en la residencia Santa Marta, es una lección de humildad, sencillez y teología más profunda que cualquier encíclica lanzada desde el Vaticano.
Si Juan XXIII fue el Papa que transformó profundamente a la Iglesia a través del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II fue el Papa de la libertad y Benedicto XVI el de la inteligencia y la sabiduría , Francisco ha sido el que ha evidenciado en mayor medida la sensibilidad social de la Iglesia a través de la práctica permanente y cotidiana de la caridad, la misericordia y el acercamiento a los más débiles de la sociedad (pobres, enfermos, encarcelados, personas con discapacidad, ancianos, etc.).
Su capacidad de atracción de esa parte de la sociedad alineada con el libre pensamiento, la agnóstica y atea, heredera de la Revolución francesa, no ha hecho; sin embargo, que Bergoglio dé ni un paso atrás en cuestiones medulares que siempre han presidido la doctrina de la Iglesia como, por ejemplo su oposición frontal al aborto o la eutanasia, el celibato o la ordenación sacerdotal de mujeres.
Y, sin embargo, eso no ha sido obstáculo alguno para que los medios de comunicación o los intelectuales de izquierdas hayan apoyado siempre las grandes líneas y los grandes gestos de su pontificado. En otras palabras, que algo que hasta ahora parecía imposible, como era el diálogo directo entre la Iglesia y todos estos sectores haya fructificado por fín.
A pesar de las reticencias que se han suscitado en ciertos sectores conservadores y ultraconservadores, tanto de la Iglesia católica como del ámbito político, la labor de Jorge Bergoglio al frente de la Santa Sede en este periodo histórico de tantos cambios y tanta incertidumbre, ha conseguido hacer presente a Dios mucho más allá de los límites geográficos e ideológicos del catolicismo. Su profunda religiosidad, su fe inquebrantable, su sencillez y su humildad han conseguido cambiar al mundo. Un mundo que, sin duda, sería mucho peor si Francisco no hubiera existido.