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Retorcer el lenguaje, retorcer la ley

viernes 09 de febrero de 2024, 09:14h

Desde que el mundo es mundo, la única regla universal que gobierna la acción política de buena parte de emperadores, reyes, mandatarios, gobiernos o similares de todo ámbito y lugar, es siempre la misma, dígase lo que se diga, mantenerse en el sillón a toda costa. Bien es verdad que, al menos, quién más y quién menos, hasta ahora lo había procurado con ciertas dosis de prudencia, de decoro, de legitimidad, de salvaguarda de la dignidad del puesto y de la persona que lo detentaba. Ahora, en la política como en el deporte en general, y en el fútbol en particular, lo único que importa es ganar a toda costa. Y si dicen, que digan. Y si callan es que otorgan.

El cinismo es una especia que se utiliza más que nunca en la cocina política y en el de la gestión del deporte. Legiones enteras de asesores y espabilados generan términos con los que encubrir la verdadera naturaleza de sus actos (concordia, terrorismo light, fachosfera…), a cambiar de discurso cuando conviene, a enterrar valores teóricamente universales como la coherencia, la dignidad, el compromiso con la verdad, el bien común… Y eso por lo que se refiere a la ‘cosa pública’, porque en el fútbol -fijémonos sólo en el deporte rey para simplificar las cosas-, lo que antes era el deporte mayoritario y hoy se ha reconvertido en el negocio del siglo, sucede otro tanto, compra de árbitros, utilizando mil estrategias diversas pero apuntando a un mismo fin (véase si no, el 'caso Negreira'), el beneficio de nuestro club, generosas primas a jugadores, entrenadores y directivas de equipos humildes para que no intenten torcer los objetivos perseguidos por nuestro club.

En fin, que ya nada es lo que alguna vez, al menos creímos que era. Ni los gobiernos buscan el bien común, lo mejor para los ciudadanos, ni los dirigentes de los clubes de fútbol persiguen la mayor gloria de sus colores y escudos, sino el mejor balance económico posible y que las previsiones para ejercicios futuros sigan siendo inmejorables. Por supuesto que nunca confesarán esas metas abiertamente, pero los hechos los delatan. Y, sin embargo, hay auténticas legiones de fanáticos, de afiliados, de socios, de simpatizantes o de votantes (que, al cabo, es lo que cuenta), dispuestos a cerrar los ojos y a seguir convencidos de que “el rey va desnudo”. A todos ellos, por supuesto, no se les va el término “democracia” de la boca. Un término ya tan manoseado, tan utilizado en beneficio propio que no se si habrá quién crea todavía en esta democracia ya tan adulterada, descarada, imperfecta, si todavía habrá socios que sigan creyendo que los directivos de su club no persiguen otra cosa que engrosar sus cuentas corrientes y sus afanes de poder en lugar de engrandecer la historia de su club.

Amnistía, impunidad

Pero vayamos del ámbito general al particular para mayor ejemplificación y sonrojo generalizados, al menos de la gente de buena voluntad y de candor político, de ese grupo de ciudadanos que aún piensan que la verdadera democracia es aún posible. En los últimos meses estamos viviendo en España un nuevo y espectacular esperpento político para garantizar la impunidad de Carles Puigdemont a cambio de que los 7 votos de Junts sigan prestando apoyo al gobierno Sánchez. Para ello, el presidente está dando, día tras día, una exhibición de política creativa y una sumisión obscena de las instituciones para conseguir que la Ley de Amnistía (o, más propiamente, Ley de Impunidad), siga adelante a toda costa. Para ello ha buscado apoyos desde los medios afines hasta la presidencia del congreso pasando por la fiscalía general del Estado o la Abogacía General del Estado. Entre todos están orquestando una campaña de desprestigio contra el poder judicial en general y contra algunos jueces en particular, que llevan causas relacionadas con Tsunami Democràtic, los CDR y el caso Voloh, la llamada trama rusa del procés (Manuel García Castellón es el mejor ejemplo de ello, o varios miembros del Tribunal Supremo). Nada importa al gobierno Sánchez que su lamentable actuación produzca hasta vergüenza ajena entre buena parte de los ciudadanos, o que las instituciones de la UE sigan sin salir de su asombro ante tan lamentables maquinaciones.

La última -aunque parezca otra cosa es de esta misma semana-, una iniciativa que tiene su origen en una ley impulsada por el gobierno Rajoy en 2015, que buscaba el recorte de los tiempos de investigación -hasta un máximo de un año y medio-. Los socialistas entendieron entonces que el PP perseguía la "impunidad de la corrupción". Y hasta tal punto creyeron que esa modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM) era nociva que, una vez desalojado del poder Mariano Rajoy, en 2020 la revirtieron secundando una iniciativa de Unidos Podemos.

Pero ahora, cuatro años después de aquel episodio, podría deshacerse para que Carles Puigdemont pueda acogerse a ella y, consecuentemente, para que Junts pueda seguir apoyando que Pedro Sánchez permanezca en Moncloa hasta el final de la legislatura. Y con un par, sin despeinarse, sin sonrojarse mínimamente por estos bandazos de criterio motivados, no por el mejor funcionamiento de la justicia o por el bien común, sino por buscar la impunidad de Puigdemont, aunque eso suponga la consagración de la desigualdad de los españoles.

José-Miguel Vila

Columnista y crítico teatral

Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)

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