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Suicidios

viernes 28 de julio de 2023, 09:41h

Escuchar en boca de un veinteañero, recién graduado, con un trabajo estable nada más terminar su carrera universitaria, y en un ambiente de prevacaciones de finales de julio y principios de agosto que “¿para qué vivir…?”, es verdaderamente impactante, incluso inquietante. Me pasó uno de estos días, en una clínica de fisioterapia, en medio de un gimnasio en donde estábamos cuatro o cinco pacientes. ¿Qué circunstancias concretas estará pasando el fisio al que me refiero para poder decir eso sin ningún tipo de reparos? No quiero decir con esto que el joven sea carne de suicidio, pero si no lo remedia pronto, podría acabar siéndolo.

Los que doy a continuación no son datos inventados sino provenientes del Instituto Nacional de Estadística (INE). En 2022 en nuestro país se contabilizaron un total de 4.097 suicidios, un 2,5 % más que en el año anterior, momento en el que se sobrepasó la barrera de las 4.000 muertes por suicidio en España. Con todo, el dato más inquietante surgido de los datos del INE, es el de menores de 20 años, que en 2022 ascendió a 84,9 más que en el año anterior. Sé que no son situaciones comparables, pero lo mismo no han caído en la cuenta de que estamos ya manejando cifras absolutas mayores que, las muertes por violencia de género o por los accidentes de tráfico.

Hora es ya, o eso me parece, de pararse a pensar por qué diablos crece el número de personas insatisfechas existentes entre nosotros hasta el punto de decidir un buen día llegar a quitarse la vida. La cosa, obviamente, es lo suficientemente seria como para no dar por zanjado el asunto con las breves reflexiones que voy a enunciar aquí. Pero, en fin, sirvan estas al menos como aldabonazo inicial ante nuestras conciencias y por si resulta que tenemos al potencial suicida mucho más cerca de nosotros de lo que pudiéramos pensar.

Mucho me temo que la del suicidio -lo he apuntado ya en mi Antología de soledades (2022)–, es una más de las consecuencias de esta epidemia silenciosa de soledad que nos viene invadiendo desde hace ya varios años. Crece de forma natural a partir del individualismo atroz que hemos instaurado entre nosotros, enormemente potenciado por la omniexistencia de las redes sociales que sirven de vehículo de transmisión de una pseudofelicidad, de un pseudobienestar que aparece como generalizado. Si todos son tan guapos y guapas, se les ve tan felices y contentos consigo mismo, no sé qué diablos hago yo aquí, imperfecto, medio calvo, más bien feíllo, invadido por las canas, algo gordito y, por si todo eso fuera poco, que me cuesta más obtener un like en las dos o tres redes en las que me muevo (un mes por término medio), mientras que mis amiguetes y colegas cuentan ya por cientos o por miles sus seguidores. ¡Ellos sí que son felices, gustan, son admirados y queridos! Están bien orgullosos de ser como son, no como yo que me doy asco, que no sirvo para nada.

Quienes piensan así han caído ya en la trampa de la apariencia. Una “cualidad” que hoy se cultiva con tal frecuencia y frenesí que, si alguien no pone un selfi (autorretrato o autofoto, como quiera), una o varias veces al día y lo cuelga inmediatamente en la red tras pasarle algún retoquillo del Photoshop o programa equivalente, llega a hacer pensar a su entorno que no debe de estar muy bien, que algo le pasa. Y así pueden verse fotos y fotos de cualquier individuo en las más diversas poses, aquí o allá, disfrutando del mejor manjar en el establecimiento de moda, en compañía o no de otros narcisos, y por supuesto, con una permanente sonrisa dibujada en su cara. Podría pensarse que me estoy refiriendo a preadolescentes, o a gentes guay, a deportistas, actores o actrices de moda. Estos últimos, desde luego, pero también al común de los jovencitos y menos jovencitos, que acuden a estas fórmulas ególatras para intentar despertar la curiosidad, cuando no la admiración, de colegas, curiosones y compañeros.

Luego, la realidad es otra bien distinta. Se trata de individuos a quienes no les atrae actividad social alguna, encerrados casi siempre en su cuarto y jugando con la consola y enfrentándose, en el mejor de los casos, a teóricos amigos virtuales del otro lado del océano con los que apenas si se cruzan cuarenta palabras de lugares comunes en las que, además, no suelen faltar nunca términos como en plan, detrás tuyo o genial, todos ellos merecedores de cortar una relación que delata al que las emplea.

Y lo de acudir al teatro, a un concierto o al cine con los amigos, pasear y charlar una tarde por el parque, tomar un café con viejos o nuevos amigos, debe de estar contraindicado. Tanto como abrir un libro (de estudio o de lecturas, da igual), que se ha convertido en práctica absolutamente en desuso porque, al parecer, recurrir a ello debe de llevar consigo la aparición de múltiples enfermedades mentales de las que conviene huir como del diablo.

Únase a todo eso la creciente extensión de un bajísimo umbral de frustración, ese aprender a exponerse al fracaso como forma habitual de hacer frente a las adversidades de la vida, y la bomba está servida.

Si a la incomunicación creciente con el resto de la familia, los amigos y la sociedad en general, y si a la falta de lecturas y de creatividad se une la ausencia de incentivos personales y sociales para acercarse al otro y el miedo a exponerse a un posible fracaso, el caldo de cultivo no puede ser más adecuado para tirar por la calle de en medio en un momento dado e intentar acabar con todo cuanto antes y de la forma más dulce posible.

Quitarse la vida es, desde luego, una opción que puede verse como legítima, pero no es la mejor y, desde luego, antes hay que intentar de mil formas diferentes acabar con este aislamiento, unas veces forzado y las más voluntariamente acariciado para alejar de sí estas ideas suicidas. El otro, casi siempre, es la mayor razón de vivir que uno puede encontrar. Darse cuenta de que uno es útil y necesario a los demás y, posiblemente por eso mismo, no puede ni debe quitarse de enmedio. La familia, los amigos, los compañeros, los vecinos…., todos estarán encantados de seguir disfrutando de su presencia y celebrarán con él o ella sus pequeñas victorias y fracasos de cada día.

José-Miguel Vila

Columnista y crítico teatral

Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)

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