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El feminicidio como praxis del movimiento perpetuo

sábado 08 de enero de 2022, 10:14h

Los antiguos romanos llamaron perpetuum mobile a la máquina que, en teoría y tras un empuje inicial, podría funcionar eternamente sin necesidad de un impulso externo adicional. La absurda quimera del movimiento perpetuo, alentada durante siglos por algunas creencias religiosas, movimientos ocultistas y sociedades pseudocientíficas, se antoja hoy dramáticamente validable en el feminicidio.

Recibí el San Silvestre correspondiente a 2021 con la noticia de que el saldo de mujeres asesinadas por sus maridos, novios o parejas, arrojaba sobre nuestros rostros de pueblo aparentemente civilizado cuarenta y tres cadáveres, que, dicen las estadísticas, podrían haber sido bastantes más, porque se trata de la cifra más baja desde 2003, año en el que empezó el siniestro conteo. Como contrapeso al dato tan relativamente esperanzador en tendencia, el número de menores víctimas de esta horripilante violencia, nominada como vicaria, pasaba de tres a seis en un año. Sobrecogedor otrosí el apunte de que en 2021 treinta niños han quedado huérfanos de madre por el furor homicida machista.

Pasada la Nochevieja, el año recién estrenado comenzó para la amplia grey católica mundial con una exhortación del Papa Francisco durante la primera misa del año. “¡Basta; herir a una mujer es ultrajar a Dios!”, dijo desde su balcón en la basílica de San Pedro. Pero ese “¡basta!” del Sumo Pontífice y de todas las gentes de bien que pueblan el planeta, no parece penetrar nunca en el tronado cerebro de los que conciben a su pareja como propiedad irrenunciable y sujeto sin albedrío.

Poco después de escuchar al Santo Padre y en el día en el que se celebra al niño Manuel (que siempre evoco como el momento felicísimo del año en el que el niño humilde que fui visitaba un restaurante madrileño de postín de la mano de su tío Manolo), empecé a leer el libro Misterios de Almería, del periodista, novelista y editor Alberto Cerezuela, en el que narra curiosas historias con su aquel aledaño.

La primera, remite a un asesinato machista perpetrado hace ahora un siglo, por un marido vesánico que hacía un mes había dejado de serlo. Comienza cuando Concepción del Pilar Robles Pérez, nace en Almería en octubre de 1887, en un entorno burgués, acomodado y vinculado al espectáculo y la abogacía. En 1889 la familia se traslada a Madrid, donde el padre muere al poco tiempo. Obligada a trabajar para ganar el sustento, Concepción se inicia en las artes escénicas y tras el pertinente aprendizaje, en 1909, con veintidós años, ingresa en la compañía de la gran Rosario Pino, quien en 1922 ya la define como “dama joven de belleza y talento”. Tras la retirada de ésta dos años después, la joven se integra en otras compañías para recalar finalmente en la de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, la más prestigiosa del país, debutando con la obra El Gavilán. Así, acaba por consolidarse como primera actriz de reparto con el nombre artístico de Conchita Robles, hasta que en 1916 se cruza en su camino un militar, Carlos Berdugo Boti, bastante mayor que ella, viudo y padre de dos hijas. La ya afamada intérprete teatral se enamora, y el 23 de julio de ese mismo año informa a la prensa en nota que Cerezuela entresaca de las páginas del diario ABC: “La bella actriz Conchita Robes nos participa gentilmente que abandona el teatro y que contrae matrimonio el próximo día 26 con el distinguido capitán de caballería Carlos Verdugo”. El error de transcripción en el apellido resultaría premonitorio.

El matrimonio se traslada a Granada, donde no tarda en manifestarse el carácter patológicamente celoso y brutalmente agresivo del marido. La amenaza a un camarero de un local empuñando su arma reglamentaria (el 14 de abril de 1920), deriva en un exhorto judicial en el que, además del incidente, se certifican, mediante testigos sólidos, frecuentísimos malos tratos verbales y físicos hacia la esposa. Con todo ello, Conchita presenta una demanda de divorcio y la Audiencia de Madrid le concede el derecho de volver a los escenarios, en tanto se resuelve el litigio.

Regresa a Madrid con su madre y retoma el teatro con una obra de gran éxito, Santa Isabel de Ceres, de Alonso Vidal y Planas, que daba cuenta de las peripecias innúmeras de escritores, estudiantes y bohemios de toda laya que se dan cita en los burdeles de la madrileña calle de Ceres, hoy Libreros.

La gira teatral lleva a Conchita a su tierra natal, donde se fija la fecha del estreno en el magnífico y recién inaugurado teatro Cervantes para el 21 de enero de 1922, fecha en la que ya hace más de un mes, ella ha recibido la resolución favorable en los tribunales a su demanda de divorcio. Pero Berdugo no está ni mucho menos dispuesto a consentir que tal cosa suceda, y desde Cuenca, su destino en ese momento, al cargo de las caballerizas militares de la zona, se traslada, sin conocimiento ni permiso de sus superiores, a la ciudad de Almería, donde se aloja en un hotel falseando su identidad. Tras algún intento infructuoso, el verdugo Berdugo consigue camuflarse entre bambalinas a la espera del momento propicio. Cuando Conchita sale de su camerino para comenzar su representación en el segundo acto, él esgrime una pistola browning y apunta a su ex esposa, quien en un intento desesperado por salir de la trayectoria de fuego se refugia tras Manuel Aguilar, de dieciséis años y aprendiz de imprenta. Los disparos alcanzan a ambos. Ella, con impactos de bala en cuello y pecho, consigue llegar al escenario y allí se desploma herida de muerte. El público aplaude a rabiar el realismo de la escena que suponen fingida, pero al poco es el muchacho quien cae ensangrentado sobre la primera fila de butacas, provocando el espanto entre los asistentes. Conchita morirá casi en el acto y Manuel a las pocas horas, en el Hospital Provincial. El homicida intenta suicidarse, pero el proyectil acaba alojando en la cavidad ocular. Perderá un ojo, pero salvará la vida.

La historia continúa en el relato vívido de Cerezuela, que desde aquí recomiendo calurosamente, para detenerme por mi parte en el testimonio del asesino en el Heraldo de Madrid, al día siguiente del crimen: “Había empezado la representación y en ella ostentaba mi señora el papel principal, haciendo todas las artes indecorosas de una ramera. Entonces se apoderó de mí una locura sangrienta. Yo no me decidí a disparar sobre ella hasta que vi deshecha toda posibilidad de que la perpetua difamación que de mi nombre hacía, cesara (…) Decidí acabar de una vez con la amenaza de mi deshonor y con la bárbara angustia de los celos porque, a pesar de todo, la quería demasiado, y vine a Almería dispuesto a arrancarla de su vida en la forma que me surgiera el momento, cualquiera que fuere. No vine a matarla, vine a salvarla”.

Anonadante. No fue a matarla, sino a salvarla. Porque la quería demasiado y su delirio le impelía a demostrar la vigencia infernal del perpetuum mobile y el fatum romanos, unidos, como tantas veces por la cinta de un entendimiento abstruso, que a día de hoy, sigue dejando mujeres muertas por el camino de la historia, para oprobio y vilipendio de todos.

Teléfono 016. Atención a las víctimas de malos tratos por violencia de género.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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