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La Última Cena, el fuero y el huevo

martes 04 de abril de 2023, 08:48h

En las vecindades de la Semana Santa, vaya usted a saber por qué, suele llegarme algún venticello, que, invariablemente y dicho en lunfardo, jerga rioplatense que adoro al ritmo de cuatro por ocho, me evoca la acepción de rumor, chisme o intriga, indefectiblemente entreverada de memorias palatales, propias o vicarias.

La Última Cena de Leonardo da VinciPor citar dos de las probablemente más sobresalientes, la de 2009 estuvo marcada por la recapitulación del gran artista figurativo estadounidense y prestigioso experto en historia del arte, John Varriano, que en octubre del Detalle de la Última Cena de Da Vinci con anguilas a la venecianaaño anterior había descubierto, tras observar atento el resultado de una concienzuda limpieza de años del archifamoso mural de Leonardo da Vinci en el refectorio del convento milanés de Santa Maria delle Grazie, que el plato referencial del ágape era una receta de anguila a la parrilla con rodajas de naranja, entonces conocida como “a la veneciana”.

La segunda, correspondiente a 2011, estuvo señalada por la confirmación del entonces Papa Benedicto XVI, Joseph Aloisius Ratzinger, incontestable autoridad teológica de su tiempo, de que el banquete durante el que Jesucristo instituyó la Eucaristía para, como sintetiza el sacerdote, empresario hostelero y vidente gastronómico Luis de Lezama: “… cambiar el sentido de las relaciones del hombre con Dios”, no tuvo lugar en la noche de Pascua, nuestro Jueves Santo, como sostienen en sus textos tres de los cuatro evangelistas sinópticos, Mateo, Marcos y Lucas, y como comúnmente había siendo aceptado por la autoridad católica, sino que el ágape místico o Última Cena se celebró la víspera, Miércoles Santo, precisamente como ya venía diciendo desde hace siglos Juan, el cuarto en discordia y “discípulo al que Jesús amaba”. Tal constatación, aunque trascendente en su esencia doctrinal, solo tiene un escaso interés en lo relativo a lo manducario, ya que lo único que nos revela es que en el menú de aquel santo refrigerio no pudo haber cordero. Sin más.

Otro cantar emana del referido hallazgo de Varriano, ya que en el Levítico, libro de los más antiguos del Antiguo Testamento cristiano y del Tanaj o Mikrá, uno de los veinticuatro textos sagrados del judaísmo, se dice claramente que, para los hombres e hijos de Dios, de entre todos los animales acuáticos solo está permito el consumo de aquellos que tienen aletas y escamas, siendo así que textualmente dice: “… los que no tienen aletas ni escamas, tanto en el mar como en los ríos, así todo reptil de agua como de todo lo viviente que está en las aguas, los tendréis en abominación”.

Inmediatamente, a quien esto escribe hoy, le llamó sobremanera la atención que el polímata florentino y cima del Renacimiento italiano desconociera tal prescripción mosaica y pusiera sobre la mesa un plato elaborado con anguila, una especie marina, mitad pez y mitad serpiente, que carece por completo de escamas y de aletas. Por decirlo, en jerga castiza, el mortal y medio con tirabuzón. Lo más lógico y racional es pensar que Leonardo, aun sabiendo de sobra que se trataba de un alimento prohibido, trefá o taref, que no cumple ni de lejos con los preceptos del kashrut, correcto o apropiado para ser consumido, considerara que lo más sensato y didáctico para los espectadores de su obra era poner sobre la mesa un plato que reconocieran como clásico o corriente en su cotidiano sustento, en lugar de plantar sobre la divina mesa una fórmula hebrea, como las ensaladas maror y karpás, las verduras del jazéret o el dulce jaroset de frutos secos y miel, que los cristianos del Ducado de Milán no identificarían como fórmulas culinarias.

Caí en la cuenta entonces de que la misma idea de aproximación a la feligresía era la que había animado a los pintores de la escuela cusqueña que floreció, animada por los jesuitas españoles que enseñaron a manejar los La Última Cena, de Marcos Zapatapinceles a los aborígenes, durante los siglos XVI y XVII en el Virreinato del Perú, y que se concreta en lienzos y frescos, entre los que destaca el de Marcos Zapata que cuelga de las paredes de la Catedral de Cusco, en los que a la hora de representar la Última Cena colocan sobre el mantel sendos platos de asado de cuy, conejillo de Indias o cobaya, que, como roedor, es igualmente considerado comida prohibida, impura, trefá o taref para los judíos. Y aquí conviene recordar que hasta la levantada por parte de Jesús de la tercera de las cuatro copas rituales de esa cena, Séder de Pésaj, la de la bendición y redención, los presentes seguían siendo, a todos los efectos, fieles creyentes judíos.

Sobre esa base conceptual, el pintor catalán y miembro del mítico movimiento artístico Estampa Popular, José Antonio Alcácer, pergeñó su obra L’ultim i sant sopar, en la que representa la Sagrada Cena dentro de un estilo que pretender ser homenaje a los artistas que sacaron del olvido al arte románico y que se sirvieron de él para L'ultim i Sant sopar, de José Antonio Alcácerdarle un vuelco al de su tiempo, como Amedeo Modigliani, Pablo Picasso, Antoni Tàpies, y muy especialmente, Francis Picabia, quien, para confeccionar su obra Lázaro y el cordero, se inspiró directamente en los frescos románicos del monasterio de San Climent de Taüll, en Lleida. En ese contexto, Alcácer sitúa en el centro de la mesa una fuente con un cochinillo asado. Nada menos.

Y fueron pasando los años hasta que el pasado 28 de marzo, en los albores de la presente Semana Santa, me llegó otro venticello entre las páginas de la revista científica Nature Comunnications, donde se daba a conocer una investigación realizada por un equipo del Instituto de Tecnología de Karlsuhe, Alemania, dirigido por la profesora Ophélie Ranquet. En ese estudio se desvelaba que, tras profundos análisis, se ha evidenciado que varios pintores del Renacimiento, entre ellos el propio Leonardo da Vinci, mezclaron los pigmentos de color con yema de huevo para modificar las propiedades de la pintura al oleo, dándole un mayor brillo, lustre y esplendor, además de minimizar la oxidación, el oscurecimiento y los daños derivados de la exposición a la luz.

El hallazgo me lleva a imaginar subsiguientes “Últimas Cenas”, en las que el plato referencial sean unos huevos fritos al modo y manera en los que Diego Velázquez los representa en su famoso cuadro de juventud, que hoy cuelga de las paredes de la Galería Nacional de Escocia, en Edimburgo. Al fin y la postre, y volviendo a la docta opinión religioso-gastronómica del reverendo Luis de Lezama: “No importa lo que entra por la boca, sino lo que sale del corazón”.

Que la Semana Santa nos sea venturosa a todos.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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