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Una legislatura manifiestamente mejorable

Una legislatura manifiestamente mejorable

viernes 14 de diciembre de 2007, 19:14h

En el curso de la historia los hechos no acostumbran a nacer por generación espontánea y, por ello mismo, la victoria electoral del Partido Socialista y de Rodríguez Zapatero la noche del 14 de marzo de 2004 tampoco surgió de la nada. La implicación del Gobierno Aznar en la Guerra de Irak en pos de una relación privilegiada con la Administración Bush había generado un notorio malestar social que, sin embargo, no tuvo traducción alguna en las elecciones locales y autonómicas del 2003, en las cuales el PP revalidó prácticamente sus resultados anteriores. En esa coyuntura, el atentado terrorista del 11-M y en especial la pésima gestión informativa del Gobierno actuaron como elemento catalizador de una reacción que aupó el PSOE a la victoria electoral.

Tal y como muchos hemos afirmado en más de una ocasión, el atentado de por sí no cambió el resultado de las elecciones, sino la incomprensible actitud del gobierno popular al negar lo evidente y al empecinarse en una autoría que los hechos iban desmintiendo minuto a minuto. La Guerra de Irak había fracturado la sociedad española; la actitud prepotente del PP, constatable en muchas otras cuestiones y en especial en la política antiterrorista, le había ido dejando sin amigos y sin socios. Y sin embargo, la eclosión de tanto descontento sólo se desencadenó por no haber sabido reconocer la verdad que ya se percibía y por no haber sabido encabezar la repulsa del conjunto de la sociedad española. Por tanto, ni la derrota de los unos ni la victoria de los otros resultaron injustas o inmerecidas; no hubo nada de ilegítimo ni de “externo” en la victoria del PSOE, sino que fue consecuencia de los hechos y actitudes de cada cual.

Sea como fuere, el impacto del 11-M se ha dejado sentir durante toda la legislatura como un extraño pecado original. Por un lado, ha abocado el PSOE hacia actitudes de gobierno destinadas más a la imagen y a la galería que no a la resolución de los problemas efectivos de nuestra sociedad, y, de otro lado, ha generado una política de oposición por parte del PP más encaminada a ganar retroactivamente las elecciones del 2004 que no las del 2008. El resultado ha sido una falta absoluta de consenso, una confrontación voraz e incluso una preocupante fractura social de imprevisibles consecuencias.

Esta confrontación ha resultado especialmente visible en los dos temas estrella de esta legislatura, es decir, en la política antiterrorista y en la tramitación del nuevo Estatuto de Autonomía de Catalunya. En el primero de ellos, resulta lamentable la ruptura de una política de consenso frente a ETA e incluso la utilización del terrorismo como arma de uso electoral y de desgaste del adversario.

Se ha roto la unidad de los partidos democráticos frente al terrorismo y se ha puesto fin así a una política seguida durante décadas desde los pactos de Madrid y de Ajuria Enea de finales de los ochenta. Con ETA, de una manera u otra, han tratado todos los gobiernos de España desde el advenimiento de la democracia. Y era legítimo que también lo intentase el actual Gobierno socialista. Incluso la declaración de “alto el fuego” de la banda en marzo del 2006 generó una enorme dosis de esperanza que luego se vio frustrada por el atentado de Barajas.

Al presidente Rodríguez Zapatero podemos criticarle su incapacidad para aglutinar todos los partidos democráticos y al PP también debemos reprocharle su política de crispación y de tierra quemada, muy alejada del comedimiento exigible en esta materia. Unos y otros han abusado del terrorismo como instrumento electoral, y el resultado ha sido no sólo la quiebra de cualquier proceso de paz –para el cual nunca se debe pagar precio político alguno— sino también la macabra continuación del terror, ejemplificada en los atentados de Barajas y de Capbreton, en las Landas.

A unos y a otros les ha faltado sentido de estado y capacidad para estar a la altura de las circunstancias. Resulta triste decirlo, pero ha existido demasiado ruido durante todo el proceso y aunque algunos hemos intentado en diversas ocasiones aportar serenidad y consenso al debate, ello se ha convertido durante esta legislatura en una misión casi imposible.

Otro tanto ha sucedido en el segundo tema estrella del cuatrienio. La tramitación del Estatuto de Autonomía de Catalunya ha demostrado asimismo una escasa visión de estado tanto en las filas socialistas como en las del Partido Popular. Es cierto que desde Catalunya no todo se ha hecho bien; es cierto, además, que no hemos sabido explicar debidamente el contenido de la reforma estatutaria y que algunas actitudes y salidas de tono desde Catalunya han provocado más rechazo que complicidades en el conjunto del Estado.

Pero más allá de todo ello, el Estatuto ha vuelto a ser un arma de batalla y de desgaste político, y más en una cuestión tan sensible como ésta. Rodríguez Zapatero faltó a su compromiso de respetar el texto que aprobase el Parlamento de Catalunya, y el PP salió en tromba contra un texto al que, demagógicamente, atribuía todos los males posibles pero que luego no tenía reparo alguno en copiar y votar a favor durante la tramitación de otros estatutos. Mueve a vergüenza y a reflexión repasar algunas hemerotecas y luego contrastar lo aprobado con los votos de PSOE y PP en otras comunidades.

Asimismo, el Estatuto de Catalunya y su impugnación ante el Tribunal Constitucional han demostrado la fragilidad y la instrumentalización a que se halla sometida una de las piezas esenciales de nuestra democracia. Resultan indignas e indecentes les cábalas sobre el resultado de la votación del recurso que se efectúan distinguiendo entre magistrados “progresistas” y “conservadores” en función de la fuerza política que los propuso, como si los magistrados obedeciesen como autómatas al mandato imperativo de los partidos.

Sin embargo, parece que tanto populares como socialistas no tienen ningún reparo en fomentar esta triste visión del Tribunal, dada la incapacidad de hallar fórmulas para evitar su bloqueo y renovar la institución. Y así, asistimos a un despropósito de recusaciones a cual más peregrina, mientras el descrédito del Tribunal, último garante jurídico de nuestras libertades, se agiganta día a día. Y lo mismo sucede en relación a otras leyes que se hallan sometidas a recurso. El descrédito institucional se ha extendido generosamente y afecta también, por ejemplo, al mismísimo Consejo General del Poder Judicial.

Sin intentar caer en el tremendismo y pese a mantener incólume una enorme dosis de confianza y una plena esperanza en madurez y nuestra capacidad de convivencia, sí que podríamos decir que esta legislatura que concluye ha comportado un cierto retroceso democrático. Como mínimo, no ha dado un ejemplo de sentido común, ni de consenso, ni se constata tampoco una efectiva preocupación por mejorar realmente las condiciones de vida del conjunto de nuestra sociedad. Mientras los países de nuestro entorno se afanan en aumentar su productividad e intentan adecuarse a un entorno globalizado y competitivo, aquí los grandes partidos parece que sólo piensan en el tactismo del día a día y en actos destinados a contentar sus posibles votantes.

Hemos asistido a leyes tramitadas con poco tacto y hemos presenciado todo tipo de descalificaciones mutuas; lamentablemente, mientras algunos clamábamos en pro de reformas que, por ejemplo, estimulasen la economía productiva, la competitividad, una política fiscal más justa y moderada o la protección de los trabajadores autónomos, otros se han dedicado sencillamente al desgaste del adversario. Ambos partidos, PP y PSOE, se han llenado la boca de patriotismo y de grandes declaraciones, pero el sentido común y la visión de estado, todo eso hemos debido de aportarlo otros.

Mientras los grandes partidos “estatales” discutían si son galgos o podencos, el bienestar social se ha ido reduciendo: nuestra capacidad de crecimiento se ha ralentizado; los tipos de interés han crecido, la inflación española supera en mucho la del conjunto de la zona euro; las familias empiezan a tener dificultades para llegar a fin de mes o satisfacer las cuotas de su hipoteca.

En materia de educación, somos el farolillo rojo de nuestro entorno, y en Catalunya, por ejemplo, la desinversión estatal y la ineptitud del Ministerio de Fomento han provocado el colapso de nuestros ferrocarriles. Suele ser un tópico afirmar que la política va por un lado y las preocupaciones sociales discurren por otro, pero lamentablemente, en esta legislatura podríamos decir que ésta ha sido la dura realidad.

Queda margen para la esperanza y, además, ahora es más necesario que nunca avanzar por la vía del sentido común. De no ser así, aumentará tanto la desafección ciudadana como la fractura social. Urge recuperar la política para los grandes proyectos, para los objetivos comunes y para las cuestiones de estado que sí que afectan nuestra convivencia y nuestro futuro. Basta ya de tactismo y de electoralismo. Que la próxima legislatura sirva realmente para avanzar y para servir al conjunto de la ciudadanía.


* Josep A. Duran i Lleida es presidente y portavoz del Grupo Parlamentario de Convergencia i Unió en el Congreso de los Diputados, artículo especial para la revista Mas +

 

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