No sé si hay terroristas buenos y malos, aunque podría parecerlo, o víctimas que merecen un respeto y otras que no, aunque también podría parecerlo, pero tres años después de aquel fatídico 11 de marzo lo más triste de todo es que los muertos están muertos, sus familiares rotos por el dolor, la sociedad española dividida y la política hecha un asco.
Tres años después nos queda la esperanza de que los magistrados que juzgan a quienes fueron detenidos por aquella matanza, hagan bien su trabajo y, en este supuesto, podría consolarnos que, al menos, alguien haya sido capaz de poner algo de orden en el cúmulo de despropósitos, ocultaciones, incompetencia y, no pocas veces, mala fe, con que se ha desarrollado toda la fase previa al juicio oral.
En cualquier caso este consuelo sería menor, si finalmente aceptamos como algo no opinable sino demostrado, que el terrorismo, de uno y otro signo, es el que marca el devenir de nuestra cada vez más depauperada convivencia.
Como decía al principio de esta columna, los muertos ya están muertos – los del 11 M y los de ETA- y como ya no votan se están utilizando como instrumento obsceno para que unos y otros se los tiren a la cara.
El terrorismo nos ha dividido y la que vale es la doctrina oficial que circula como pensamiento único, a través de correos electrónicos y mensajes de móvil, para que se hagan eco de ellos los maporreros mediáticos.
Pero ¿y las víctimas? ¿y sus familias?
Esos que se callen porque la política la hacen quienes se llaman sus representantes.
Tres años después de aquel 11 M hay madres que siguen soñando con sus hijos muertos y que se hacen tres preguntas a las que nadie da respuesta.
¿Por qué me tocó a mí?
¿Quién los mató?
¿Por qué no se ponen de acuerdo en la lucha contra el terrorismo gobierno y oposición?
Si (
No(
