Ha sido la otra gran sorpresa de las elecciones francesas. Jean-Luc Mélenchon, el líder de la izquierda radical, nieto de un murciano, ha sido el Pablo Iglesias de Francia en estos comicios. Aspiró a lo más alto pero se ha tenido que confirmar con la cuarta plaza en la primera vuelta de las elecciones. Su 19,47% ha sido muy meritorio, con casi los mismos votos que el partido conservador, ahora bajo la nomenclatura de Los Republicanos, pero insuficiente para pasar a la ronda final.
Su buen resultado en las urnas contrastó, sin embargo, con su fría reacción a la hora de pronunciarse sobre qué hacer ahora en la decisiva segunda vuelta. Mélenchon no pidió el voto para el candidato independiente Emmanuel Macron, ganador de la primera vuelta, como hicieron los demás derrotados, con el objetivo de aglutinar el voto democrático de una sociedad que quiere olvidar que Marine Le Pen ha sido segunda.
El izquierdista se negó a pedir este apoyo a sus bases y, de hecho, anunció que las consultará con una elección interna sobre qué hacer el 7 de mayo. Un paso que muchos han considerado innecesario ya que aunque es un ejercicio de democracia interna, en esta ocasión, cuando ya se sabía cuál sería el contexto, parecía más que absurdo. Las bases dirán que mejor el 'mal menor' de Macron que ver a Le Pen de presidenta. Es lo mismo que pasó en 2002, cuando el 82% de los franceses apoyaron a Chirac para no tener que ver en el Elíseo al padre de Marine, Jean-Marie, en ese puesto.
Y es que Mélenchon ha pecado de querer volar demasiado alto. Una cosa es que haya dado una lección a la izquierda tradicional enterrando al Partido Socialista, con tan sólo el 6,3% de los votos, una cuestión indudable, y otra cosa es que se equivoque de meta: cuando ya no se puede gobernar, lo mejor es optar por el mal menor, por cuestión de Estado y dignidad. Es lo que piensa más de media Francia. Pero él y su decisión ya pasan a la historia.
Si (
No(
