En su urgente e inesperada cadena televisiva, el presidente Correa se mostró conciliador, compungido y humilde. En su afán de aparecer como víctima llegó a contradecirse, pues apenas 24 horas antes había dicho que no dialogaría con los movimientos indígenas si no deponían las protestas completamente. Sin embargo, la puesta en escena de esa noche no tuvo el éxito de las sabatinas.
Correa, quien hasta hace poco utilizó un lenguaje insultante al referirse a varios líderes indígenas, dijo que las puertas de Carondelet estaban abiertas para los que quisieran dialogar. Le acompañaban algunos de sus ministros, ya en los rostros de todos, como en el de su jefe, se apreciaba que la usual vanidad y presunción antes exhibida se trastocó en una súplica de misericordia.
Los más fuertes calificativos ha recibido Correa en los comunicados de las diferentes organizaciones indígenas.
“Dictador”, le llaman, y a la muerte a manos de la Policía de dos miembros del pueblo shuar lo consideran un “crimen del Gobierno”. En respuesta, en uno de ellos se dice que “nada ni nadie nos callará”.
Los acontecimientos de Morona Santiago marcarán un antes y un después en la conducta de Correa y su Gobierno en sus relaciones con los sectores que no le son afines o que, siéndolo, se atreven a contrariar, criticar o pedir explicaciones sobre alguna de sus decisiones. Tal vez sean, para bien de todos, más democráticas y respetuosas en lo adelante. Lástima que para ello haya hecho falta un absurdo e injustificado derramamiento de sangre ecuatoriana.
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