Crónicas estivales (VII): Una escapada fugaz
domingo 22 de agosto de 2010, 21:04h
Agosto da ya sus últimas boqueadas y se inicia el entrenamiento para el duro regreso. Hay que ir preparando el cuerpo para que el choque brutal con el trabajo diario y la realidad cotidiana no suponga un verdadero trauma (postvacacional lo llaman los cursis) para la salud, sobre todo mental, de los sufridos veraneantes estivales que ven como inexorablemente se acerca el día del retorno a casa, al colegio de los niños, a la oficina y al gili del jefe que, como siempre, intentará pagar sus paranoias con quien tenga más a mano.
Como ya les adelanté, yo tuve que recortar vacaciones por aquello de la crisis y ya llevo una semanita de entrenamiento en la ciudad para que septiembre no me coja desprevenido. Pero, claro, la familia siempre quiere más, y mi señora, que ve como se le va yendo el moreno que tanto sufrimiento le costó adquirir con horas y horas bajo el sol inclemente, no se resigna a aguantar las calores de fin de mes en Sevilla y me propone una escapadita a la playa.
-Es sólo para pasar el día. Nos vamos a primera hora a Matalascañas. Comemos allí en cualquier chiringuito y nos volvemos a eso de las nueve de la noche. Al fin y al cabo es sólo un ratito. En menos de una hora estamos allí.
Sí. Una hora. Ja. A veces me da la impresión que la parienta es sueca y no conoce cómo se las gastan los domingueros de estas tierras. Pero, claro, cualquiera le niega la mayor. Así que nada, dicho y hecho. El sábado, a las ocho de la mañana ya estamos cargando el Opel Corsa con la nevera, las toallas, las sombrillas, los sillones, las botellas de agua y refrescos, las cervezas, los paquetes de patatas fritas, los bañadores, los cubitos, las palas, las pelotitas. Coño, si en lugar de ir a la playa parece que nos vamos de excursión al Kalahari. No nos falta un detalle.
-Venga, Manolo, date prisa, que ya mismo va a empezar a hacer calor y tenemos estropeado el aire acondicionado. A las diez en punto tenemos que estar en la playa para coger un buen sitio.
A las diez. Ya. A las diez, una hora despues de haber subido al coche, estamos todavía atravesando el puente que va al Aljarafe tras una lenta cola de automóviles que para mí que llega, al menos, hasta Almonte. Hay que ver la mala suerte que tenemos. Me entero que este fin de semana coincide con el Rocío Chico y que la cosa se va a poner cada vez más complicada. Pero cualquiera se da ahora la vuelta. Nada, a armarse de paciencia y aguantar el atasco, que a Matalascañas sólo hay ochenta kilómetros y por mucho tráfico que haya, en un par de horas estaremos allí.
En un par de hora, a eso de las doce, el sol pega ya de lo lindo y el aire que entra por las ventanillas comienza a parecerse al de un horno microondas. Comienzo a ponerme nervioso y a echar pestes de Monteseirín, de Griñán llamadme Pepe, de Pepiño Blanco y del mismísimo Zapatero. Casi tres horas y media para llegar a Bollullos.
-Como sigamos así, me parece que vamos a tener que plantar la sombrilla en la piedra, comento.
-Tú siempre con tu pesimismo a cuestas. Eres la alegría de la huerta. Mira como el resto de los conductores y sus familias van tan contentos. Aprende de ellos. Que no vamos al matadero sino a pasar un día tranquilo y sin agobios a disfrutar de la playa. Mira los chavales que van en ese coche. Tan contentos y sonrientes como si fueran de fiesta.
Pues claro, con dos periquitas de escándalo, con su aire acondicionado, con la música a todo trapo y con un colocón que no se lo salta un galgo. Así voy yo no a Matalascañas, sino a la playa de la Concha, ida y vuelta
Lllegamos a Matalascañas a la hora de comer. Encontrar un sitio en la playa es toda una odisea y optamos por dejar la sombrilla a trescientos metros de la orilla. Ahora hay que cambiarse, ponerse el bañador y buscar un sitio en el chiringuito que está hasta los topes. Dado el panorama, uno opta por sacrificarse y dice aquello de "cambiaos vosotros, poneos la bañadores que yo voy a ver si reservo mesa y busco sitio para comer". Y es que me muero por beberme una Cruzcampo helada que ahogue mi cabreo y apague mi mala uva. Decido que no me voy a bañar. Así que aguantaré con los pantalones largos y la camisa empapada de sudor todo el día mientras mi mujer y los niños juguetean con las olas entre una bulla que parece la salida de la Macarena.
Tras esperar hora y media a que se quede una mesa libre logramos sentarnos y comer una paella de pescado que sabe a pollo frito y unas sardinas a precio de caviar. Son las cinco y media y les digo: "Aprovechad al máximo el sol, que a las siete como muy tarde tenemos que estar de vuelta". No me valen las airadas protestas de mi mujer y de los ninos. No estoy dispuesto a que me den las dos de la madrugada en la carretera. Anda que no. Las dos no, me dan hasta las tres. Desde Bollullos a Sevilla llegaba el atasco. Llegamos a la casa a las tantas, cansadísimos, derrotados como si hubiésemos hecho dos etapas seguidas del Rallye Paris-Dakar. Pedazo de excursion. ¡Qué gozada, mi brigada! Como para repetirla el próximo fin de semana que acaba el mes. Ja, como en casa, en ningún sitio.