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Anemia institucional, anomia social: un círculo vicioso

Anemia institucional, anomia social: un círculo vicioso

viernes 05 de junio de 2009, 19:21h

Hablar de la debilidad institucional de la Argentina suena huero, parece poco cercano a los asuntos diarios que preocupan a la población, tales como la inseguridad, el desempleo y la pobreza. No es, definitivamente un tema de campaña. Sin embargo, en la base de todas las urgencias cruje la falta de apego a la ley, de respeto a las instituciones y la crisis del sistema político.

La historia de quiebres iniciada en 1930 con el golpe de José Félix Uriburu, jalonada en una intermitencia de gobiernos civiles y militares es un estigma y una mala herencia para la cultura colectiva moderna en la que la ilegitimidad del poder abría la excusa para poner entre paréntesis, tanto a la Constitución, como a los débiles ordenes establecidos por los dictadores de turno. Y la máxima expresión de la anemia institucional llegó en la ominosa década del ’70 con el terrorismo de Estado.

Siguiendo a Carlos Nino podemos afirmar que la anomia es un componente del subdesarrollo argentino de lo que se sigue que al desarreglo político le sucedió el desorden económico. La economía informal, los regímenes de prebenda, el manejo discrecional de la información, la evasión fiscal, la colonización del Estado, crisis fiscales cíclicas, el desmantelamiento del Estado y la corrupción, constituyeron constantes y momentos de resolución de intereses por fuera de las instituciones entendidas como la cristalización de consensos duraderos –escritos y consuetudinarios - en torno a un rumbo a seguir por la sociedad. No se trata sólo de un problema de “descontratación”, se trata de algo más amplio y abarcativo que debe considerar todos los órdenes de la sociedad, no sólo de las transacciones en los mercados.

Como resultado de este azaroso camino seguido durante la mayor parte del siglo XX, nuestro país ingresó al nuevo milenio cargando con este pesado yugo de anemia institucional y la tendencia a la crisis sobre sus espaldas, e hizo eclosión en diciembre de 2001. En ese año, las “promesas incumplidas de la democracia”, parafraseando a Norberto Bobbio, se volvieron en contra del sistema político al que se consideró parte del problema y no instrumento de posibles soluciones.

La política entendida como herramienta para transformar la realidad y arbitrar entre los intereses en pugna, perdió espesor y la anomia se paseó de cuerpo entero por las calles, generando un estado de deliberación general y una sensación de vacío como jamás se había vivido en la Argentina moderna.

Si bien es cierto que el país salió de la crisis de la mano del mismo sistema político denostado, no es menos cierto que, a partir del año 2003, una vez aplacados los fuegos de la urgencia y entrando en un período de indicadores macroeconómicos buenos, poco y nada se hizo para remendar la ajada trama de las instituciones.

Discutir si hoy asistimos a una ola de inseguridad o a una mera “sensación” de la misma; si las leyes deberían ser más duras o la policía tener más “libertad” es deliberar sobre la “foto” del problema e ignorar los puntos subyacentes a este y otros asuntos álgidos.
 
El 24 de noviembre de 2004 el dirigente piquetero Luis D’Elía, declaraba: “Estoy orgulloso de la toma de la comisaría 24”, y se ponía a disposición de la justicia. Ese mismo día consideraba, además que el presidente Néstor "Kirchner está muy a la izquierda de su colega brasileño Lula da Silva, en cuanto a medidas distributivas". Finalmente, en la justicia se dilató la cuestión hasta dejarla en el olvido y el dirigente fue premiado con un importante cargo público.

Este caso, sumado a muchos otros que involucran a personas cercanas al poder, u opuestas al gobierno, sirven para ilustrar un estado de cosas: el del imperio de la  acción directa para dirimir conflictos. Esto no ha variado desde 2001, con un agravante: el gobierno se sirve de él para sus propios fines. Al no regir la ley con plenitud, se erige en juez de las situaciones particulares, por ejemplo, caratulando de “bueno” o “malo” un corte de ruta, según su conveniencia.

Atenuar el presidencialismo, dar mayor peso al Poder Legislativo y consolidar partidos políticos que seleccionen sus candidatos en competencias libres, son algunos de los pasos que podrían darse hacia una mejor calidad institucional. Pero no los únicos. Mejorar la calidad de vida de las personas, entendida como mejor acceso a la salud y a la educación, requiere entender que la construcción de ciudadanía exige disponer de instituciones políticas vigorosas capaces de arbitrar los conflictos atendiendo el interés general.

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