A mí,
Dan Brown me recuerda aquella frase atribuída a
El Guerra, el gran torero a quien se achacan tantos dichos que han pasado a la posterioridad. Alguien comentaba, admirado, la carrera de un banderillero, que había llegado a director general en la Administración. Y se preguntaba cómo habría sido posible una tan fulgurante carrera.
--Degenerando, hijo, degenerando…-- fue la lacónica respuesta del Guerra.
Pues eso: que a mí me parece que el Brown este está degenerando, dicho sea sin rodeos ni circunloquios.
Porque este último de Brown es demasiado. Nuestro autor encontró la fórmula –todos sus libros responden a un mismo esquema, al margen de que varios de ellos compartan protagonista—del éxito: un sabio ‘diez’, que se ve envuelto en una trama que incluye una organización secreta y oscura, que padece aventuras sin cuento –con mucho cuento y con personaje ‘malo’, que es un psicópata, incluido--, mezcladas con leyendas históricas de barato calibre en compañía de una mujer, con la que nunca consuma nada, y que es igualmente genial en lo suyo. Ambos unos perfectos ejemplares de JASP (jóvenes aunque sobradamente preparados). Para el ‘Código da Vinci’, Brown encontró una buena muestra de secretismo e impermeabilidad negruzca en el Opus Dei (que no digo yo que no, oiga), salvando, eso sí, in extremis, a la Iglesia católica de los manejos de algunos miembros de la Obra. En su última obra, que ya arrasa en las librerías, ‘El símbolo perdido’, el tópico Brown se fija en la masonería. Busca elementos cabalísticos, jeroglíficos aparentemente interesantes, mezcla la historia de los masones americanos con el funcionamiento de la CIA (que está en el lado bueno, claro. Los masones también, por cierto)…Un entramado de lo más comercial, sin el menor atisbo de credibilidad. Artificial. Y tan tópico que a veces provoca una sonrisa de conmiseración.
Quiero decir que me he sentido algo perdido con ‘el símbolo perdido’. Y me he aburrido: me llevé el tocho a México, con la esperanza de consumir en el fuego de la pasión lectora las trece horas –trece, que se dice pronto—que dura el viaje. A las tres horas me puse a ver la película que nos ofrecía la aerolínea. Luego, me sumergí en un libro de Historia. Así que, si acepta usted mi consejo, no lo dude más: busque otras lecturas para estas minivacaciones de Navidad. Brown, como el banderillero que degeneró, está ya en la burocracia.
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