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¿Estamos locos o qué?

La columna de Gema Lendoiro: 'Nosotros, los ricos, los egoístas'

La columna de Gema Lendoiro: "Nosotros, los ricos, los egoístas"

jueves 14 de enero de 2010, 11:16h

¿Cuánto vale la vida de una persona? ¿Cuánto cuesta garantizarle una existencia digna con derecho a una educación y a unos mínimos cuidados sanitarios? ¿Qué valor tiene la educación? Y hablo de valor cuantitativo, no cualitativo. Todas estas preguntas probablemente usted no se las hace casi nunca (como yo) porque probablemente vive en un país dónde todos estos detalles son derechos fundamentales. En el caso de España, por ejemplo, aún con toda la que nos está cayendo, tenemos garantizadas las ayudas públicas básicas, elementales y menos necesarias y nadie cuestiona nada y lo damos por hecho. Pero existe una parte del mundo, casi más de la mitad, dónde todas estas cosas son privilegios para los que los pueden pagar. Y esos, se podrán imaginar, son minoría aplastante.

Desde ayer no puedo quitarme de la cabeza la imagen de los miles de damnificados por el terremoto de Haití. Por supuesto pienso en los muertos (algunos hablan de 50.000, otros de 100.000), pero por ellos ya sólo se puede hacer una cosa: enterrarlos. Porque ni siquiera hay tiempo para llorarlos. Tampoco puedo quitarme un dato que escuché ayer: ese mismo terremoto pasó hace cinco años en Japón y el resultado fueron 40 heridos. La estructura arquitectónica estaba preparada para soportar seísmos así. O dicho de otra manera; en Japón tienen dinero para evitar tragedias derivadas de accidentes naturales.

Haití es el país más pobre de toda América y de los 177 países que hay en el mundo, ocupa el ranking de 155 más pobre. Ex colonia francesa, tuvo un pasado rico aunque poco duró la alegría en casa del pobre. Como país pobre que es, su población es joven, nacen muchos niños (4,86 es la tasa de natalidad por mujer), el 50 % de la población es analfabeta y el 70% subsiste con menos de dos dólares al día. Aunque tiene una supuesta democracia instaurada, la ONU está presente desde 2004 para garantizar que el sistema funcione, especialmente después del fraude del ex presidente Aristide que terminó con su definitivo derrocamiento.

Con todos estos datos es fácil imaginar que Haití es lo más lejano a un paraíso. País que no interesa a la comunidad internacional, alejado de la mano protectora del capitalismo y de su mayor representante, su vecino Estados Unidos, la isla caribeña, más que existir, subsiste y sus habitantes, más que vivir, sobreviven. Esta es la realidad. ¿Qué puede ofrecer Haití, además de huracanes constantes e inundaciones? Nada. ¿Qué puede aportar una isla que, aun estando en el Caribe, no es un reclamo para el turismo? Una isla que, además tiene un 90% de población negra? No es interesante para nadie, viven en el ostracismo más absoluto.

Y esto no es una discusión de izquierda o derecha, ni de comunismo ni de capitalismo. Aquí se trata de compadecerse o no de los demás, y hablo de la palabra en su sentido más estricto, en el sentido etimológico; padecer con. Los países ricos no podemos estar de brazos cruzados ante esto. Y no soy una idealista ni tampoco creo en las utopías. Pero las luchas empiezan cuando la gente se conciencia. De no haber sido así, los propios habitantes de Haití seguirían siendo esclavos porque son negros. Y el mundo seguiría sin avanzar. No es de recibo que los países ricos se gasten millonadas en armamento y la gente se siga muriendo de hambre. Y sé que suena a tópico pero es real. Tan real como que ahora mismo, mientras usted lee esto confortablemente en su casa o trabajo (con techo, calefacción y esas nimiedades) cientos de miles de personas están literalmente tiradas esperando que nosotros, los ricos, les demos unas migajas para que coman unos días.

Me siento culpable, me siento impotente, me siento una hormiga en el planeta. Me da remordimientos de conciencia pensar en cómo me he quejado últimamente porque mi nivel de vida ha bajado por culpa de la crisis. Y todas estas cosas las escribo desde mi casa confortable dónde tengo un 80% de cosas con las que podría seguir viviendo igual si me faltaran. Pero no aprendemos.

Me queda sólo un consuelo: Recordar las preciosas palabras de Jesús en las bienaventuranzas y esperar que sea cierto.

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