Hablar de Raymond Carver (1939-1988) es hacerlo del mejor escritor de relatos de la segunda mitad del siglo XX. El “Chéjov norteamericano”, como lo llamó el Sunday Times, gustaba de la precisión como máxima de una Literatura tantas veces definida de manera errónea cual artificio del escritor en pos de pomposas construcciones adjetivadas, del superfluo exceso de subordinadas, de la sensiblería cruelmente articulada, de la asfixia descriptiva y de metáforas ya desgastada sobre el cielo, su luna o el perpetuo horizonte, entre tantos otros conceptos evocativos. Porque la Literatura (al menos la auténtica, donde la extensión deja lugar a la contención e intensión), más allá de todo eso, es introspección, historia, personajes, objetos, contexto y perspectiva. Así, por qué decir “permíteme mecerte el tiempo, acunarte la vida”, cuando, más expreso, puede escribirse “si me necesitas, llámame”, con todo las connotaciones implícitas que conlleva esa frase. Por ello, como acertadamente describiera el también escritor Daniel Múgica, Carver “prescinde de los argumentos altisonantes y aborrece los discursos puramente narrativos. […] Un problema con el alcohol en una noche de verano, una discusión con la pareja, la rueda del coche que se pincha, los invitados a cenar. Plasma situaciones insignificantes con una fuerza inusual”. Un efecto logrado a través de las situaciones narradas, por encima de las formas, de los continentes. Estilo que algunos han calificado de frío, ésos que no entienden que la frialdad es indispensable para templar espacios excesivamente recalentados, como lo está, desde hace tiempo, el de la escritura creativa.
La narración carveriana, sobria y superficial en dosis justas, tambaleó (y aún hoy lo sigue haciendo) el binomio realidad-ficción gracias a un movimiento literario, el llamado “realismo sucio” (al que se hallan adscritos, entre otros, genios como John Fante, Richard Ford, Tobias Wolff o, como no, Charles Bukowski), que indagó en la condición humana, entendida ésta como condición suficiente y necesaria de una lógica compleja: la creación literaria orgánica (y entiéndase “orgánica” como sinónimo de “pura”, “legítima”), donde el lector, lejos de ser un mero engullidor de emociones impostadas, mil veces imitadas, se convierte en perceptor hiperactivo de un entorno tan común que a veces le pasa de largo, inadvertido, como las horas. Pues la mirada de Carver hacia gala de una agudeza telescópica. Y como proyección de sus ojos (tan limpios que casi rompen el corazón, como subrayó el Washington Post), su pluma penetraba en esa cotidianeidad para, de forma sibilina, destacar trascendentes dilemas morales. Historias en apariencia corriente, aunque poseedoras de una potente utilidad velada (tan reconocibles como asumibles); ficción, en palabras del crítico literario Frank Raymond Leavis, entendida como el medio por el que “sufrimos una renovación de la vida sensual y emocional y adquirimos una nueva conciencia”. Y todo, como no, conseguido gracias a un excepcional empleo de los ritmos narrativos (hablamos de un maestro en el empleo de la elipsis), aderezado con sus particulares inherentes: tono, expresiones, narrador deficiente (sobre todo externo, actuando como una cámara que se limita a mostrar lo que observa, sin entrar en valoraciones subjetivas por parte del autor, pues para ello ya está un lector, como dijimos antes, activo), finales abiertos, tiempo verbal en presente…
Aunque siempre es demasiado pronto para morir, Raymond Carver lo hizo en pleno apogeo y reconocimiento —tanto estadounidense como internacionalmente— de su carrera como escritor: sólo público relatos y varios poemarios. No obstante, gracias al trabajo de William L. Stull y Maureen P. Carroll, de la Universidad de Hartford, Connecticut, y para deleite de los amantes del escritor norteamericano, acaba de ver la luz Principiantes (Editorial Anagrama), la versión original de las diecisiete historias que componen una de sus obras maestras, De qué hablamos cuando hablamos de amor, sin la mutilación de casi el cincuenta por ciento que acabaría sufriendo el libro por parte de Gordon Lish —entonces su editor en la editorial Alfred A. Knopf—, previo a su publicación en 1981.Un conjunto de textos para sumergirse, tal vez, en la conciencia creativa del verdadero artista: un Carver menos crudo, más tierno, pero igual de realista.