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lunes 25 de junio de 2007, 03:34h

Creo que esta historia ya se las conté, pero también les conté que no hay que cambiar de chiste sino de auditorio. (¿O lectorio).

Allá por el 92, me parece, tuve la suerte de coordinar una reunión entre Lee Iacocca, por entonces el “salvador” de Chrysler, con los popes de la industria automotriz argentina, entre los que se destacaban, en ese momento, dueños “locales” que se habían hecho cargo de las grandes marcas multinacionales, cuando éstas huyeron despavoridas de la Argentina, en medio de la debacle de fines de los 80.

Durante la reunión, uno de los asistentes argentinos, creo que fue Macri, que es Franco, le preguntó a Iacocca como se enfrentaba el problema de exceso de demanda, cuando las fábricas no daban abasto, las concesionarias se quejaban, los clientes protestaban y no se podía satisfacer los pedidos a tiempo.

Recuerdo que don Lee los miró, y con cierto asombro respondió: -¡jamás tuve la suerte de tener ese problema!.

El mundo, en general, es un mundo de sobrante de oferta, no de exceso de demanda. El problema que enfrentan los productores, los comerciantes, los vendedores, los proveedores de servicios, es el de convencer a los consumidores para que demanden sus productos o servicios, para que los elijan, a ellos y no a otros. En especial, desde la “irrupción China”, los productos industriales masivos no paran de “sobrar” y sus precios no dejan de bajar. Solo existen algunos “cuellos de botella” donde el ciclo biológico no puede ser acelerado (materias primas); donde la oferta se dosifica para intentar manejar los precios –el caso de la OPEP, en el petróleo, por ejemplo-. O dónde por imprevisión, necesidad de fondos públicos, o fallas regulatorias, el ritmo de crecimiento de la demanda “sorprende”, o no puede ser suficientemente atendido. O dónde surgen trabas de logística, por algún fenómeno climático o geopolítico. Pero , en estos últimos casos, siempre estamos ante problemas de corto plazo.

Esa charla con Iacocca, su respuesta y, sobre todo, su “sorpresa”, me llevó a reflexionar entonces, y lo recuerdo ahora, sobre las causas que hacen de la Argentina una economía en donde, en general, pasa lo contrario que en el resto del mundo, salvo en recesiones profundas e imprevistas, siempre hay más demanda que oferta. Cuestión que se vuelve mucho más curiosa, cuando se evalúa que nuestro país tiene un mercado relativamente pequeño, y no presenta, afortunadamente fenómenos climáticos extremos que podrían interrumpir de manera grave el circuito de manera grave el circuito de abastecimiento.

La primera causa, que resulta más o menos obvia, surge de la propia “volatilidad” de la economía argentina, y de la falta de un mercado de capitales lo suficientemente grande como para atomizar riesgoso alargar plazos. Me explico, si se espera que un ciclo de crecimiento sea más corto y no hay fondos de largo plazo para amortizar una inversión que madura más allá de lo que se espera sea el ciclo favorable, lo más probable es que en los momentos en que se transita un ciclo de vacas gordas, se subinvierta y ante shocks fuertes fuertes de la demanda, no se la pueda atender adecuadamente. Pero en una economía abierta y técnicamente pequeña como la Argentina, se podría atender la mayor demanda con importaciones y, de hecho, esto es lo que se hace, aunque con limitaciones, por falta de crédito comercial suficiente, o de un circuito logístico aceitado. En los ciclos de recuperación, las importaciones empiezan a crecer y a reducirse el saldo del balance comercial. Y esto es así, porque como el diseño de los incentivos e, insisto, la falta de un mercado de capitales, favorece vender en el mercado interno y no invertir para exportar que implica contratos de largo plazo, la perfomance de las exportaciones, salvo excepciones o acuerdos productivos de multinacionales, depende de lo que no se venda  en el mercado interno, o de la evolución de los precios internacionales. (Enseguida vuelvo a este tema, en el caso del “campo” o los “recursos naturales”). Permítanme, antes de avanzar, un pequeño comentario s obre la falta de mercado de capitales de largo plazo. Porque aquí es dónde primero entran en escena nuestros gobernantes y dirigentes, en especial los que consideran que “un poco de inflación no viene mal”. Bueno, la inflación es el peor enemigo del mercado de capitales de largo  plazo en moneda local, y más si no hay ajuste por inflación, o el “ajustador” es “intervenido” por el Secretario de Comercio de turno. Si a eso se le agrega que los inversores naturales de largo plazo como, por ejemplo, los Fondos de Pensión, son “mala palabra”, porque tenemos que tener una “jubilación solidaria” que “solidariamente” estafe a los jubilados de mañana, mientras financia a los jubilados de hoy, con la plata de los jubilados de mañana, que, muy orgullosos, contabilizamos como ingresos públicos y no deuda, tenemos la combinación perfecta para carecer de mercado de capitales de largo plazo. Sin mercado de capitales de largo plazo en moneda local, ni incentivos a la exportación, dependemos de la voluntad del resto del mundo para financiarnos los excesos de demanda, con préstamos o ingresos de capitales especulativos, o de precios internacionales de nuestras materias primas. Complementariamente, la falta de un mercado de capitales privado de largo plazo local, reduce la “democracia” económica y le otorga una gran ventaja competitiva a aquél que tiene acceso al mercado de capitales internacional o a fondos públicos en forma de subsidios o préstamos que nunca, o muy pocas veces se devuelven. (¿Y si creamos un BANADE o el Banco del Sur?).

Pero sigamos con las importaciones. Con una economía relativamente abierta, financiamiento comercial, buenos puertos y aeropuertos y logística, la Argentina no podría tener faltante de casi ningún producto. Ya que, en el mundo, los productos, insisto, salvo raras excepciones, no faltan. Pero claro, allí interviene nuevamente nuestro gobierno que, con la intención de “proteger” a los consumidores argentinos, decide que nosotros no tenemos que pagar el precio que paga el resto del mundo por algún producto, sino que tenemos que pagarlo más barato. Dado que somos argentinos y nos lo merecemos después de tantos años de privaciones, en especial durante los malditos 90. Entonces, los combustibles tienen que valer menos en la Argentina, alentando la demanda y desalentando la oferta local pero, además, impidiendo la importación, dado que si, por ejemplo, se importa Gasoil, como se importó siempre en esta época, cuando estacionalmente falta, hay que pagarlo más caro de lo que se puede vender en el mercado interno, por lo tanto falta. En otras palabras, en Argentina no falta gasoil, falta gasoil…a este precio.

Al precio que paga cualquier ciudadano de la región, se importaría cantidad suficiente y habría.

Obviamente, lo mismo ocurre con la carne, la leche y otros productos que “faltan”. A los precios que quiere el gobierno argentino, y dados los precios agrícolas, se desalienta la oferta de carne vacuna, y se alienta la demanda. Si los precios se alinearan a los internacionales y se alentara la producción, y se importara transitoriamente, mientras se recupera el stock, no faltaría carne. Falta… a este precio. La solución “progre” que se acaba de “decretar”, no es reconocer los precios y liberar las exportaciones, sino tratar de subsidiar a algunos para compensarles el bajo precio y alentarlos a producir más. Otra vez, fondos públicos, relativamente escasos y asignados discrecionalmente, para reemplazar la señal general, amplia, y automática del sistema de precios y la apertura comercial. (Dicho sea de paso, una “muestra” de cómo se pasa del “populismo K” al “progresismo K”).

En el caso del gas y la electricidad la cuestión es más compleja. Porque a la distorsión de pecios y a la falta de “normalización” de los contratos, se le agrega el sector público como inversor directo u “orientador”, “canalizador” y “planificador” de las inversiones.

En efecto, sin precios actualizado, ni contratos resueltos, la oferta privada no crece y la demanda, a estos precios “derrocha”. Obviamente, la solución “populista” ha sido racionar por cantidad a las industrias u obligarlas a producir ineficientemente su propia electricidad, si pueden, mientras se alienta cierta inversión marginal privada, con precios “nuevos” para la energía “nueva”. Usar “deudas a pagar” del Estado, para construir dos usinas. Cobrarles a los pobres cinco veces más caro el gas en garrafa que a los sectores de mayores recursos el gas natural equivalente. Cortarle el gas a Chile. Importar, a los verdaderos precios, gas de Bolivia y electricidad de Brasil y Uruguay, pero usando recursos públicos y subsidios cruzados. Pero con dos “detalles”. El gas de Bolivia no viene en avión o en barco, viene en “caño”, por lo tanto hace falta invertir en caños. Algo se hizo-corrupción y sobrecostos mediante-pero todavía falta bastante, dado que no hay incentivos para el privado. EL otro detalle es que Bolivia tiene, a su vez, que invertir en producir gas, para llenar el “caño” pero el inversión es estatal y “bolivariana” y no necesariamente se está haciendo al ritmo requerido por la demanda argentina y brasileña. Tampoco sobra la electricidad en los países vecinos (dado que, por ahora, sólo se puede importar electricidad a través de un cable y no muy largo), de manera que se puede completar muy marginalmente la oferta, y siempre pagando los “verdaderos precios”.

Como alguna vez me comentara un ex Presidente del Banco Central argentino, “hay países que tienen problemas, pero la Argentina se crea los problemas”.

Los “cuellos de botella”, los faltantes de oferta, que hoy existen en la Argentina no son resultado del “cambio climático” o de un complot del capitalismo salvaje contra el gobierno del presidente Kirchner. Son el producto de una vieja historia, vinculada con el desprecio por los efectos de la inflación, las “emergencias permanentes” y los defaults, sobre el mercado de capitales de largo plazo y la inversión.

Con la falta de reglas contractuales aceptables de largo plazo. Con la ineficiencia en la inversión pública y su diseño. Y con un “populismo no progresista” que distorsiona el sistema de precios y que termina protegiendo no a los pobres, sino a la clase media y alta, base electoral “tradicional” del populismo argentino y del sindicalismo de la más alta alcurnia. EN todo caso, el presidente Kirchner ha exacerbado estos rasgos característicos, como digno y fiel representante de este sistema.

Pero claro, como demuestra nuestra propia historia, este sistema es exitoso hasta que entra en crisis por su propio diseño interno.

Los problemas de oferta, con los que alguna vez soñó Iacocca son, en síntesis, la consecuencia natural y esperada de nuestros errores de política y no del “derretimiento de los hielos”.

Esto último es producto del desacierto de políticas de otros líderes y otros dirigentes. (Pero eso será tema, como siempre, de otra nota).

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