A estas alturas de democracia, que alguien desde un escaño grite al orador de turno algo tan fino como "majadero", la verdad es que no escandaliza a nadie y sólo el bueno del Sr. Marín se ve en la obligación el hombre de ordenar respeto. Hace bien. Se empieza llamando majadero al contrario y se termina a empujones, que es como se pelea la gente normal de mi generación en España: no somos aficionados a los puñetazos serios así que mejor reducir la cosa a esos empujones colegiales que en el fondo nunca nos han abandonado. En eso vamos a peor con los jóvenes.
Pero no voy a hablar de los insultos en el Congreso, que es un tema manido y recurrente. Llamar majadero a una señoría es lo menos que puede ocurrir en un régimen parlamentario vivo y dinámico, o sea, como no es el nuestro al que acuden los oradores aferrados a sus folios y ya verán como dentro de muy poco, incluso los veremos con "pinganillos" como esos de la tele para que Blanco o Zaplana puedan soplar desde su escaño al líder que ocupa la tribuna. Tampoco mi intención es hablar de la escasa capacidad oratoria y de improvisación. Mi intención es todo lo contrario: me quiero meter con los aplausos, con esa desmedida vocación de pelotas organizados que tienen los dos grandes grupos parlamentarios.
El aplauso -como el pateo- debería ser una cosa muy seria que se gana a pulso por hacerlo bien o por hacerlo mal. Pero hemos perdido la costumbre. Ni siquiera en el teatro se patea una obra con la fruición que se hacía antaño, según cuentan las crónicas. No soy testigos de semejantes cosas porque nací en una España que ya no pateaba nada cultural, pero que explicaba oficialmente en letreros muy cuidados que escupir en los trenes estaba prohibido "por razones de higiene".
Con la democracia recuperamos muchas cosas y, entre otras, los pateos en el hemiciclo (los aplausos eran lo acostumbrado en las Cortes anteriores tan llenas de obispos, saharauis de blancas chilabas y uniformes civiles y militares). Naturalmente el pateo de unos suele coincidir con los aplausos de los otros de forma que se solapan en un justo y democrático equilibrio. Pero no ocurre así en el Debate sobre el estado de la Nación, donde los oradores son interrumpidos varias veces en sus primeros discursos por el aplauso convenido de su grupo mientras los periodistas toman nota del número exacto de interrupciones como si tal cosa tuviera algún valor. Justo es decir que si bien el PSOE parece que gana en este ejercicio cuantitativamente, el PP lo hace cualitativamente: aplauden algo menos a su líder, pero lo hacen con más fervor y más rato. Aceptamos esos aplausos como mal menor y necesario, pero nada más.
Lo que debería prohibir el reglamento del Congreso es el aplauso final de vuelta al escaño y, sobre todo, esas caras de pánfilos de los aplaudidores que miran con arrobo y puestos en pie a su líder mientras éste se deja querer y se sienta en su escaño como si la cosa no fuera con él. Al menos que salga a saludar desde el tercio. No sólo no lo hace sino que, cuando ve que a cosa ya flaquea, insinúa un leve gesto como diciendo "venga... que no es para tanto... ya vale..." y sus señorías entonces obedecen y se sientan.
Es feo. Pelota. Demasiado previsible. Me gusta más el "¡majadero!" que sale del alma. Y puestos a prohibir, yo también prohibiría aplaudir a los ministros porque no resulta estético y además son ministros de todos y no de uno. Si encima añadimos lo que le cuesta levantarse al señor Solbes, casi mejor que el banco azul permanezca ajeno a estas alegrías.
El aplauso debe ser medido y real y abusar de él no es bueno para el aplaudido -que se lo puede creer- ni para el aplaudidor, que termina con las palmas de las manos al rojo vivo. Yo dejé de ir a la entrega de los premios Goya porque me dejaron de invitar, pero hubiera renunciado igualmente después de contabilizar que para ser políticamente correcto, había que aplaudir en cada gala nada menos que 126 veces. Uno ya no está para esos trotes.