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Opinión: Bruno Traben

El legado papal

El legado papal

lunes 22 de agosto de 2011, 10:41h
Ahora que se ha ido el Papa Benedicto XVI de nuestro país debería ser un buen momento para analizar, aunque sea de forma superficial, el fenómeno de la religiosidad en nuestra cultura contemporánea, y más concretamente en España. Decía Hobbes que la religión nunca podría ser suprimida de la naturaleza humana, que cualquier intento por abolir la religión sólo llevaba al nacimiento de otras nuevas religiones, y es que las religiones cumplen una serie de funciones imprescindibles para nuestro equilibrio social, político y personal. Son varios los enfoques que se han dado al estudio de las religiones: los intelectualistas de Frazer o Evans-Pritchard, los emocionalistas de Malinowski o Freud, los estructuralistas de Levi-Strauss, los fenomenológicos de Husserl, Carl Jung o Mircea Eliade, los cognitivos de Pascal Boyer o Guthrie, los interpretativos de Geertz o los sociológicos de Marx, Weber o Emile Durkheim. A partir del siglo XVIII, en Occidente, al separar la Iglesia y el Estado algunos han tratado de sustituir las religiones por ideologías laicas, y por un momento pareció que el racionalismo podría ganar la batalla a la teología, pero la razón sólo explica mediante oscuras filosofías, complejas ciencias, y reconoce sus límites; no lo puede explicar todo. La religión, en cambio, emociona; con un relato simple y asequible nos explica qué somos, de dónde venimos y adónde vamos, tiene todas las respuestas, y esa es sólo su primera función, la señalada por los intelectualistas. La segunda función, subrayada por los emocionalistas es el consuelo a las tensiones, temores o ansiedades, y ante la única certeza que todos compartimos; la muerte. Todas las religiones que han perdurado en el tiempo han ofrecido la esperanza de una reencarnación o una vida en el más allá, algo que ni la razón ni la ciencia pueden hacer. Además se puede alimentar la esperanza prometiendo soluciones milagrosas a problemas de salud, dinero o amor. Por lo general a cambio hay que sacrificar algo más o menos valioso, algo que casi siempre se puede comprar con dinero, aunque antes el precio podía incluir al primogénito, como nos recuerda el pasaje de Abraham e Isaac. Las funciones descritas no entran en colisión con el estado moderno, que por ello, y a diferencia de las inquisiciones propias de monarquías basadas en el derecho divino, ha tolerado sin problemas, todo tipo de brujerías, astrologías y supercherías “New Age”. En cambio otras funciones, en las que insistieron los partidarios de esquemas sociológicos apuntan a lo político y social, y ahí es donde chocan la Iglesia y el Estado. Es, por ejemplo, la legitimación de un poder político siempre conservador, algo lógico considerando la privilegiada posición de partida de la Iglesia, la creciente apropiación de funciones sociales como la limosna, hospitales y educación, antes en manos exclusivamente religiosas, y la utilización de criterios no confesionales por parte del Estado en la elaboración y aprobación de determinadas leyes en las que la Iglesia, como garante de la voluntad divina, se arroga el derecho a definir conceptos y límites. Esos son los frentes; las armas los Presupuestos Generales y el Boletín Oficial del Estado por un lado y por otro la presión social, en la medida que se pueda traducir en votos. Eso nos lleva a la función social de las religiones, que en este caso se relaciona con la política de masas como espectáculo espiritual contemporáneo, táctica desarrollada por un Karol Wojtila consciente de las posibilidades del Show Business. Las grandes religiones siempre han potenciado el sentido de la pertenencia a un grupo con una señas de identidad muy marcadas; prácticas alimenticias con sus tabúes, mutilaciones como la circuncisión, códigos capilares como las trenzas ortodoxas, la melena y la barba de los sijs, el cráneo rasurado de los monjes budistas o la tonsura eclesiástica, túnicas azafranadas, hábitos, símbolos y colgantes en forma de cruz, estrellas de David o manos de Fátima, y por supuesto, rituales colectivos periódicos, entre ellos las peregrinaciones, ya sean a Kushinagar, donde Buda ascendió al paranirvana, a Jerusalén, a La Meca o a Santiago. O a Madrid en el caso de las JMJ 2011. La necesidad de unas señas de identidad es siempre acuciante en los más jóvenes, en los adolescentes, en especial en una época en la que otros referentes colectivos han entrado en crisis. Eso explica el auge de los nacionalismos, pero también que la Iglesia potencie determinados rituales dirigidos a los más influenciables por las dinámicas de grupo y el despliegue de un espectáculo con claros paralelismos con los multitudinarios conciertos de rock, espectáculos que apelan a la emoción y al sentimiento, no al racionalismo que no ha evitado tampoco que los españoles nos gastemos más de 1.000 millones al año para que nos adivinen el porvenir, que seis de cada diez jóvenes encuestados por el INJUVE manifiesten su disposición a creer en algo, que el 61 % de ellos confíen más en su intuición que en su racionalidad. Casi el mismo porcentaje, un 59’2 % no ven ninguna contradicción en declararse católicos y creyentes, al mismo tiempo, en diferentes esoterismos. De hecho, una tercera parte confiesa practicar o haber practicado el Tarot, la Ouija, el péndulo y otras herramientas ocultistas. El 36 % creen en el destino, uno de cada cuatro en los extraterrestres y los ovnis, casi el 20 % en los horóscopos y la comunicación con los espíritus, y el 66 % prefiere conocer diferentes creencias y quedarse con lo mejor de cada una. Por el otro lado muchos autoproclamados progres, ateos, laicos y anticlericales tampoco ven ninguna contradicción entre estas afirmaciones y su fe en determinadas prácticas de la “New Age”, especialmente si llevan el marchamo orientalista de China o la India. Los enfrentamientos entre unos y otros, a veces violentos, nos hacen regurgitar la imagen de las dos Españas, incapaces de tratarse con respeto o al menos con tolerancia, tal vez porque civilización y urbanidad sean términos surgidos de la larga convivencia en las ciudades, y en este país apenas hace una generación que hemos salido del pueblo con sus salvajes odios atávicos, más propios de Puerto Hurraco o Casas Viejas que de urbes cosmopolitas, refinadas incluso en épocas de cambios e incertidumbres, tiempos de crisis en los que es inevitable el auge y resurgir de las religiones, bien cumpliendo sus funciones de redistribución económica en forma de limosna y caridad como dicta uno de los cinco preceptos islámicos y una de las tres virtudes teologales, bien para reforzar la identidad grupal de los jóvenes sin caer en los nacionalismos violentos o bien para aliviar al desconsolado procurándole esperanza, ya sea en la piscina de Lourdes o en la Bonoloto. Si Benedicto XVI ha conseguido alguno de estos fines bienaventurado sea; vaya con Dios.
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