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Si uno, tras ir tras los topillos rodenses, anuncia a sus selectas aunque rurales amistades que quiere viajar al corazón de la horterada agosteña más pretenciosa, no es de extrañar que éstas le pregunten si ha sido invitado al megayate de D. Francisco Hernando. Nones. O sea, que no. ¿Marbella, quizá? Interrogan. Tampoco. Y, el cronista viajero se apresura a decir que tampoco piensa ir ni a Marina d’Or (provincia de Castellón) ni a Platja d’Aro o Lloret de Mar (ambas poblaciones en la costa gerundense). Uno, con un par de buenas razones y bastante espíritu masoquista, en plan contraverano total y absoluto, se encuentra entre Portonovo y su capital municipal, Sanxenxo, en la margen septentrional de la Ría de Pontevedra, en un área de escasos kilómetros cuadrados de la Península del Salnés, famosa por sus viñedos de albariño.

“¿Qué, don Paco? ¿De vinos?”. Pues que no, Manoliño. Ni de vinos, ni siquiera del balneario de La Toja, que anda celebrando centenario. Digamos que el cronista viajero, excitado por lecturas (bueno, hojeos, más bien) de la prensa galaica, sección mundanidades domésticas, se apresta a efectuar un descenso a los infiernos y sin un maldito cicerone con el que compartir riesgos. Así, a cuerpo gentil y con su inconsciencia habitual, sin encomendarse ni siquiera San Benitiño de Lérez, que es el milagreiro de guardia en estos pagos, se instala, por unas horas, en lo que es la meca agosteña de esa Galicia aburguesada, de profesiones liberales, funcionarial y, ¿por qué no decirlo?, cursi hasta la náusea. Una Galicia acomodada, por cierto, incluso pudiente por encima de la media nacional. Vamos, un territorio que, observando los signos externos, nos indica que la colonia veraneante (buena parte de sus miembros, además, con chalet o, cuando menos, apartamento propio; y también bastantes con barco a su disposición) anda bien provista de euros.
Claro que si lo veraneantes tienen, cuanto menos, un buen pasar, un sector de vecinos de Sanxenxo tampoco pasa apreturas económicas. Los miembros del equipo de gobierno municipal, por ejemplo. La alcaldesa, Catalina González y la mayoría de los concejales del equipo de Gobierno han decidido bajarse su salario en aproximadamente un 20%. La cosa había llamado la atención en los medios y Alberto Núñez Feijóo, el presidente del PP de Galicia, ordenó contención salarial. O sea, que todo el mundo a obedecer. Y así, los ediles de Turismo y de Xuventude e Deportes, Almudena Aguín y Martín Otero, respectivamente, son la excepción. Su reducción se ha fijado en un 10% ya que las cuantías aprobadas anteriormente para sus dedicaciones exclusivas distaban poco de las parciales, según esgrimió la propia regidora ‘popular’. Así, el nuevo sueldo de Catalina González será de 64.400 euros anuales brutos frente a los 78.400 de antes, lo que supone una bajada de 13.600 euros. Con las correspondientes retenciones, cobrará al mes 3.212 euros líquidos, 1.200 menos de los inicialmente previstos.
Porque en Portonovo, la pedanía de Sanxenxo, veranea desde tiempo inmemorial Mariano Rajoy, quizá impelido por su innegables querencias pontevedresas, ya que se estrenó en política siendo presidente de la Diputación Provincial, todavía en manos de su partido --pero por pocos votos-- tras las elecciones municipales del 27 de mayo pasado. Vida familiar a tope la del presidente nacional del Partido Popular, que para algo él y los suyos defienden con uñas y dientes la célula-madre (con perdón de Bernat Soria, el ministro de Sanidad, especialista en el tema) de la sociedad.
Sin duda alguna, Rajoy con Viri, su esposa y los dos hijos de ambos, tiene playas y paisajes dónde elegir. A don Mariano le costó tiempo decidirse a formar un hogar. Y eso que, años ha (como a finales de la década de los 80 del pasado siglo), Manuel Fraga le dio un consejo --¿orden?— “Mire usted, cásese y aprenda gallego”, le espetó. Rajoy, (un señor educado de provincias, según su autodefinición) se tomó su tiempo para lo primero, y no consta que haya hecho lo segundo. El líder de los populares, al que le empiezan a mover el sillón del mundo mundial, es un adicto a los puros, a las vacaciones tranquilas y a su pandilla de toda la vida, formada por pontevedreses de profesiones liberales que siguen residiendo en la ciudad del Lérez. Y hace bien. Porque no se prodiga en grandes festejos, que las vacaciones son para descansar.
Bueno, en el caso de Sanxenxo y Portonovo, para la fauna veraneante que nos ocupa, las vacaciones, además, son para dejarse ver. Que se note que hay poderío en la zona. Porque media Compostela médica (sector privado, por supuesto o, cuando menos, compatible con la docencia en la correspondiente facultad) anda por cubiertas de barcos, terrazas playeras y restaurantes. Mañanas de navegación, playa y paella o similar, siestas domiciliarias, atardecidas de paseo y terrazas, noches de restaurante... y todo con un cierto spleen, un dejarse ir, marca y señal del peperismo (perdón por el palabro) sociológico, que en agosto no tocan manifestaciones contra el Gobierno de ZP.
El periódico más vendido en la zona es, sin lugar a dudas, “El Correo Gallego”, el diario local compostelano por excelencia. Y lo es por méritos propios: no hay festejo playero o regata náutica entre amiguetes que no se vea honrada con la presencia del fotógrafo. Así hasta yo soy capaz de llevar a la Hoja Diocesana de Lugo a la cumbre de la OJD.
Habilidades de la prensa mal llamada de provincias, donde se mima lo local hasta extremos impensados por los teóricos de los medios de comunicación. El oftalmólogo de campanillas, la peluquera recauchutada (pero con tres salones abiertos en Santiago), el orondo tabernero de panza cervecera, dueño de media docena de bares y restaurantes; el director de la agencia de viajes, la propietaria de una tienda de ropa, el delegado de caja de ahorros, el director general de cualquier organismo de la Xunta es carne de papel prensa. Todos y todas disfrutan al verse temporalmente inmortalizados mediante una fotografía de prensa. Porque son los auténticos VIPS del verano compostelano trasplantado a Sanxenxo. Es la aldea global de McLuhan, la feria de las vanidades, el no-va-más de la mesocracia. Resulta hasta entrañable ver cómo un medio de prensa mima a una parte de sus anunciantes. Y eso el cronista viajero nunca tuvo ocasión de debatirlo en alguno de los sesudos seminarios –un coñazo, todo hay que decirlo—a los que asiste (a la fuerza ahorcan) al cabo del año.
Mañana más. De momento, carretera y manta. Y es que en Portonovo y en Sanxenxo los precios de hostelería no están como para la magra economía del cronista. Y tampoco es cuestión –uno tiene su dignidad periodística— de ponerse a hacer la gorra en la mesa de los pudientes portonovenses, especialmente si no perteneces a su particular edición diaria del Gotha compostelano.