Contra la división incivil
sábado 13 de octubre de 2007, 12:10h
Es certero el último párrafo del editorial de El País, aunque sean más discutibles algunos contenidos de los párrafos precedentes. No tiene sentido que se planteen las elecciones generales de marzo como un escenario en el que, si ganan unos, pierde la Nación, y si ganan los otros, pierde la democracia. Ni la democracia ni la Nación están en juego en unas elecciones, por importantes que sean. Pero también es inevitable preguntarse por qué se ha llegado a la situación de que unas elecciones se vean más allá de los programas de gobierno, casi como una respuesta al ser o no ser de España. Y la respuesta no debiera ser el cómodo recurso a repartir culpas a un lado y otro, sino una seria indagación sobre por qué a partir de 2004 han resucitado divisiones inciviles que hasta ese momento, con gobiernos de muy diversos signos, centristas, socialistas o populares, parecían haber pasado definitivamente al baúl de los malos recuerdos de las peores páginas de nuestra historia.
Si nos dejamos de superficialidades y consignas de partido, de cualquier partido, será preciso reconocer que algo se está haciendo mal, y algo muy peligroso flota en el ambiente, cuando un presidente de gobierno tiene que acceder por lugar discreto a la tribuna de la Fiesta Nacional, o cuando sus adversarios más radicales entienden que gritar ¡viva España! y ondear la bandera constitucional del Estado es el más frontal ataque que se le puede hacer. O cuando jóvenes republicanos que, en uso de su legítimo derecho a la libertad de expresión y a la soberanía democrática, quieren expresar su aversión a la forma monárquica de Estado, en vez de airear argumentos prefieren quemar fotografías.
Ninguna de ambas actitudes, ni los gritos de repulsa a Rodríguez Zapatero, ni la quema de fotografías de Don Juan Carlos, son hechos graves en sí mismos, pero seguramente lo es la actitud que traslucen, no tanto por el traslado de la disidencia a espacios o momentos impropios, que tampoco sería para rasgarse las vestiduras, como por el peligroso salto desde las razones a las emociones, desde la palabra al grito. Fue precisamente con la reconciliación nacional y su consecuencia práctica, la transición, que se devolvieron a la áspera vida política española la palabra y las razones.
Y aquella nueva actitud colectiva, propia de las sociedades democráticas, donde las diferencias y discrepancias enriquecen la integración, en lugar de encender la confrontación, se mantuvo incólume hasta 2004, por encima de los problemas políticos y económicos de coyuntura e incluso de la agresión del terrorismo etarra. Es a partir de 2004, y de la llegada al poder de Rodríguez Zapatero, que esa actitud colectiva cambia y se inicia una especie de retorno, como por el túnel del tiempo, hacia las tensiones y confrontaciones de las páginas más inciviles de nuestra atribulada historia como nación.
Cuál sea el origen de esta nueva situación es casi lo de menos. Para los corifeos del poder, viene de que la derecha no asume el resultado electoral del 14-M y lanza una “teoría de la conspiración” para deslegitimar al nuevo gobierno. Para los adversarios más radicales, viene de que Rodríguez Zapatero ha puesto en marcha un proceso de liquidación de la transición y quiebra de la reconciliación nacional para dar la vuelta al resultado de la guerra civil y necesita para ello favorecer la desvertebración y la ruptura de la cohesión territorial del Estado.
La realidad, mucho menos emocionante, es que la derecha política no puede hacer otra cosa que asumir el 14-M y aplicarse a ganar otras elecciones para volver al poder, y que, para la izquierda política, cualquier ensoñación de ruptura del Estado carece de recorrido en las condiciones objetivas del espacio constitucional y europeo.
Cosa distinta es el error táctico que comete la dirección del PP al no apartarse, de manera expresa e inequívoca, con la “teoría de la conspiración”, y dejarla en el exclusivo ámbito y responsabilidad de quienes la construyen y argumentan en legítimo ejercicio de la libertad de opinión y expresión. Cosa distinta, al otro lado, es la pertinaz instalación de Rodríguez Zapatero en una más que opaca ambigüedad sobre la cohesión territorial del Estado de esa nación española que considera “algo discutido y discutible”, y su empeño de hacer imposible el centroderecha para aislar a la derecha y expulsarla de cualquier participación en las decisiones políticas y legislativas.
Una cosa es gobernar desde la izquierda, como sin duda alguna hizo Felipe González, y otra muy diferente, gobernar contra la derecha, medio país contra el otro medio país. Esto último, más que las banderas, la falta de veracidad sobre las negociaciones con ETA, el descalabro de la posición internacional de España o el descontrol sobre el horizonte de la crisis económica que viene, es el problema más hondo al que se enfrenta en estos momentos nuestra convivencia. Rodríguez Zapatero es un político que divide al país.
Esto es, nada menos, lo que se decidirá en las urnas de marzo. Y no lo está haciendo muy bien la oposición, para facilitar la decisión de los ciudadanos. Nadie entiende la terquedad de mantener en primer plano a políticos personalmente muy respetables, pero que es inevitable que la ciudadanía vincule con el descontrol del día más negro del terrorismo, cuando el PP tiene políticos muy distintos, incluso con antagonismos entre ellos, lo que no es malo, pero excelentemente valorados por la opinión pública, y que debieran ser los que aparecieran junto a Rajoy.
Nadie entiende tampoco la terquedad de no tomar el liderazgo de un diálogo a fondo para articular, incluso para vertebrar, la pluralidad nacional y regional de España en el marco constitucional, cuando es el centroderecha quien más y mejor podría profundizar en ese diálogo con los nacionalismos moderados, aventando los miedos rupturistas y buscando la convergencia entre las unidades que importan y las identidades que es preciso reconocer y armonizar en la cohesión del Estado.
A poco que se observe con imparcialidad, será preciso reconocer que el proyecto político de Rodríguez Zapatero está agotado, deteriora la convivencia, empobrecerá al país y lo debilita en el escenario global. Pero no es razonable pedir el voto “contra” algo, por muy detestable que pudiera ser. La ciudadanía se merece el respeto de una oferta alternativa, clara, integradora, sin rencores ni revanchismos fuera de lugar. Una oferta que haga lo contrario de lo que con razón se critica al actual presidente del Gobierno. Que no haga exclusiones, que no mienta, que tienda la mano a todos, sin excepción, como lo hizo Adolfo Suárez en los momentos más difíciles de nuestra reciente historia. ¿También a Rodríguez Zapatero? También, mientras sea el representante de un gran partido que da voz a más del cuarenta por ciento de los españoles.
En definitiva, se trata de salir de la ciénaga actual mediante una gran política de Estado, a la altura de la octava potencia económica del mundo, capaz de vertebrar y armonizar la compleja realidad plural de España y construir sobre esa pluralidad, nunca contra ella, una estrategia política y económica unitaria en el escenario global. Ganar el futuro sigue siendo, tres décadas después, la sencilla y magnífica receta que gustaba repetir a un excelente socialista español, el “viejo profesor” Tierno Galván, tan distinto al actual líder del PSOE: “se trata de vivir juntos, vivir libres y vivir bien”.