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Heidi y su abuelito

Heidi y su abuelito

miércoles 24 de octubre de 2007, 20:35h
TITO B. DIAGONAL
Barcelonés de alta cuna y más alto standing financiero, muy apreciado en anteriores etapas de este diario, vuelve a ilustrarnos sobre los entresijos de las clases pudientes.
Oigo tengo que recordaros aquel entrañable cuento de dibujos animados que, quizá a vuestros progenitores, mis amadísimos, globalizados, megaletileonorisofiados y atónitos niños y niñas que me leéis, les encandiló tanto allá por 1977. Me estoy refiriendo a Heidi, un relato original de Johanna Spyri, escrito en 1880, y que era un canto a la vida sencilla cuando ni siquiera se hablaba del cambio climático, de la ecología, del desarrollo sostenible y de todas esas cosas que tanto le gustan a la progresía urbanita.  

Os resumo la historia. Heidi es una niña suiza que, tras la muerte de sus padres se tiene que quedar a vivir con el abuelo, un anciano solitario, huraño y cascarrabias que habita en las montañas. Pero oculto tras el gesto severo del viejo se esconde un hombre noble. Heidi va descubriendo las imponentes cimas nevadas y los paisajes de los Alpes suizos, de la mano de Pedro, un niño pastor del que se hace inseparable --¡santa inocencia de la prepubertad!—y de Niebla, el perro del abuelo. Un buen día, una familia rica busca una compañera de juegos para su hija que se ha quedado paralítica. El abuelo, pensando que es lo mejor para Heidi, decide llevarla a casa de los ricachones. Allí Heidi pronto se hace amiga íntima de Clara, pero la vida en Frankfurt es gris y aburrida. Fraulëin Rottenmeier, la institutriz, se encarga de hacerles la vida imposible, a base de reglas y de normas. Heidi extraña al abuelo, a Pedro, echa de menos las montañas, correr por la hierba y contemplar las estrellas. Tal es su tristeza que el padre de Clara envía de regreso a Heidi a los Alpes suizos. Clara, por su parte, convence a su padre para que la lleve en el verano a visitar a Heidi. Allí, con sus cuidados y los del abuelo, los ejercicios, el aire de las montañas Clara volverá a andar. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.  

Y ahora viene el aterrizaje en la realidad, pequeñines/as míos/as. Pongamos que al iniciarse esta lacrimógena historia, Heidi, Clara y Pedro andan por los diez o doce años de edad, y el abuelo por los 60. Treinta años después, a fecha de hoy, como aquel que dice, los cuatro han dejado la infancia, la adolescencia y hasta la juventud. El trío de niños anda por los 40 ó 42 años, mientras que el abuelo (los montañeses suelen ser extraordinariamente longevos) es ya un nonagenario. ¿Qué han vivido durante tres décadas? ¿Cuáles han sido sus avatares respectivos?.  

Está claro que Pedro, el niño pastor, al hacerse mayor ha mandado a la porra su incipiente amor con Heidi. El tipo, que alivió sus ardores hormonales con alguna que otra cabra de buen ver de su rebaño, se ha dado cuenta de que su futuro está al lado de Clara y, por descontado, da el braguetazo con la rica heredera. Heidi, despechada, se hace ecologista durante unos años, mientras busca consuelo en Niebla, el bonachón perro. Durante una temporada, el abuelo y la Rottenmeier se lo montan más o menos en plan discreto –o eso creen ellos, que su affaire d’amour es la comidilla de todo el valle--, aunque las exigencias cada vez más ardorosas de la institutriz, que ha dado suelta a todas sus represiones, dejan al pobre abuelo hecho una piltrafilla. Desaparece la Rottenmeier (que acaba abriendo un club de intercambio de parejas en Düsseldorf) y el abuelo, exhausto intenta reponerse de sus excesos sexuales allá en la montaña.  

Lo de Pedro y Clara, al cabo de unos años tampoco funciona demasiado bien. Total, que lo dejan, a raíz de que a Clara la empuran por evasión fiscal. Pedro acaba haciendo de portero de una disco gay en el barrio más canalla de Berlín. Por su parte, Clara, al salir de la trena, donde ha pasado cinco años, ha intimado con Frida, una de las carceleras. Ambas se abren y montan un sexshop lésbico en Mannheim.  

Pedro regresa a las montañas. Se encuentra con Heidi y un par de sanbernardos para todo (o sea, para todo-todo). Hacen las paces. Deciden vivir juntos allá arriba, en los altos prados, donde está la cabaña del abuelo de ella. Más el buen viejo, acostumbrado a la tranquilidad de la senectud dice que nones. ¿Se dejará amilanar Heidi por el vejestorio? Pues como que no. Incapacita legalmente al abuelo. Lo encierra en un geriátrico y ella y Pedro, aprovechan la cabaña para montar un hotel rural. Fin de la historia. Fin de la historia que, evidentemente, no contaron por la tele y que, me temo, tampoco la contarán en ese musical sobre Heidi que está en fase de montaje en Madrid. 
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