Viajes como el de los Reyes de España a Ceuta y Melilla –o sea, dos ciudades españolas—, por razón de su excepcionalidad, acaban siempre en valoraciones desmesuradas. Con las visitas de ayer a Ceuta y hoy a Melilla, una parte considerable de la población de ambas ciudades autónomas ha reaccionando echando mano de sus señas de identidad más generales. En ambas plazas no ha hecho mucha falta el crear el oportuno caldo de cultivo mediático para despertar reacciones entusiastas ante la presencia de los Reyes. Era comprensible y hasta lógico.
Ceuta y Melilla, al menos en los últimos 30 años, son, sobre el papel, dos islas de democracia rodeadas de territorio marroquí, cuyo régimen no es precisamente un modelo, ni siquiera cuando desde el Palacio Real, se reivindican ambos enclaves. Hassan II fue un déspota cruel. Con otros métodos, su hijo y sucesor Mohamed VI, también. Un lavado de cara institucional –cinco ministerios claves siguen sin responder ante el Parlamento marroquí—y a seguir. De otra forma no se explica, en los últimos quince años, el ansia de los más desfavorecidos entre los marroquíes en cruzar el estrecho de Gibraltar para intentar encontrar en Europa una vida mejor.
Los dos enclaves españoles, no obstante, tampoco son Jauja para quienes, con orígenes étnicos no peninsulares, son ciudadanos con DNI y NIF. Pese a ello siguen siendo, al menos entre sus conciudadanos, ciudadanos de segunda. Hoy por hoy esto es lo que hay. Con o sin visita regia. Con o sin explosión de españolismo al rajoniano modo.
Tanto Don Juan Carlos como el Gobierno de Rodríguez Zapatero se han apuntado un tanto y es de justicia reconocerlo. Y si no le gusta a Mohamed VI y al Majzen –el entramado palaciego e institucional marroquí de inequívoco aroma mafioso—pues qué se le va a hacer. El titular de la Corona española, faltaría más, se mueve
De este lado del Estrecho, sin embargo, entre los otros nacionalistas, las manifestaciones de entusiasmo de unos españoles no han sentado nada bien. También era de esperar. Los hay que se empeñan en ver el folklore identitario en casa ajena y no ver el patrioterismo en la propia. Criticar como ha hecho Carod-Rovira (Josep Lluís, aquí y en China), por el que, a pesar de los pesares, el columnista sigue sintiendo respeto intelectual y afecto personal, el flamear de unos miles de banderas españolas, ayer en Ceuta y hoy en Melilla, diciendo que se trata de un españolismo trasnochado, no sólo es una contradicción, sino, además, una melonada en quien –y está en su legítimo derecho en hacerlo—afirma no sentirse ni considerarse español. ¿Si no es español, qué diablos le va y le viene en entusiasmos rojigualdas que le son ajenos?. Claro que quien critica ondear de banderas, no tiene empacho ninguno, en las ocasiones que marca su particular calendario celebratorio, en darse baños de patriotismo a la catalana con proliferación de senyeres. Es un derecho que nadie, salvo los del PP, guardianes de vayan ustedes a saber qué rancias esencias, le discute. Y si Carod-Rovira experimenta un subidón de patrioterina, pues eso, que lo disfrute con salud. Estos colocones, todavía –veremos por cuánto tiempo-- , siguen siendo legales y no restan puntos en el carnet de conducir.
Nada hay más parecido a un exacerbado nacionalista catalán –o vasco, o gallego, o de las Batuecas—que un nacionalista español, de esos que no se quitan de la boca lo del orgullo constitucional y lo de la intangibilidad de la bandera rojigualda. Marchando una de patriotismos a gusto, por supuesto, de cada consumidor, aunque las enseñas a agitar vengan ya de China. Que no decaiga.