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Conflicto mapuche: desafío político crucial para Chile

Conflicto mapuche: desafío político crucial para Chile

miércoles 16 de enero de 2008, 04:32h
El gobierno de la presidenta Michelle Bachelet ha decidido enfrentar el llamado “conflicto mapuche”, encargando el análisis del problema y los caminos de solución, a una comisión interministerial encabezada por el nuevo Ministro del Interior, Edmundo Pérez Yoma e integrada por el ministro secretario de la Presidencia, José Antonio Viera Gallo y la ministra de Planificación, Paula Quintana, de cuya cartera depende la Comisión Nacional Indígena.

Viera Gallo señaló que la misión del grupo es "estudiar o evaluar la situación actual de las políticas en torno al tema mapuche e indígena en general".

Un tema que, como se sabe, en lo que respecta al Chile republicano, tiene una data de 200 años y antecedentes históricos, políticos y económicos suficientemente claros, que testimonian de una historia de genocidio, despojos e incumplimiento de promesas por parte del Estado chileno, por parte de los conquistadores españoles primero (aunque hay testimonios de mayor respeto por los acuerdos en esa época que ahora), y de los republicanos chilenos.

Se trata en realidad de un problema político nacional, que además tiene una repercusión e impacto internacional y se hace necesaria una actitud responsable del Estado, del Gobierno y de las elites políticas del país.

Un tema en que además, el Estado tiene por lo menos dos grandes deudas actuales: en primer lugar la porfía de no reconocer la diversidad étnica de Chile, negando el reconocimiento constitucional del pueblo mapuche, y segundo, ser uno de los pocos países de latinoamericanos en no ratificar el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Este último instrumento del Derecho Internacional, que nos ufanamos de defender en otras áreas, establece los derechos colectivos de los pueblos indígenas, esto es, sus derechos a la tierra, a la consulta, a la participación, el territorio y la libre determinación.

Recién el 13 de septiembre de 2007 se aprobó la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de Naciones Unidas, después de un cuarto de siglo de discusión.

Este instrumento constituye un avance importante en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, y eso obligaría, política y moralmente, a actualizar nuestras normativas para que efectivamente puedan ejercerlos.

Se trata de sus Derechos Humanos, en suma, que no respetamos, utilizando subterfugios, dilaciones, para no incorporarlas en nuestra legislación, y ojalá en nuestra cultura.

Aquí las responsabilidades son compartidas, porque desde la derecha hasta la izquierda, los chilenos no hemos sido capaces no sólo de encontrar las fórmulas para  resolver el problema, sino que las eludimos, con porfía y con un alto grado de inconsciencia e irresponsabilidad.

Es, por lo tanto, un esfuerzo loable que el gobierno “estudie” el problema e intente desactivar el conflicto, devolver la tranquilidad a una importante región económica del país y, sobre todo, hacer justicia a las demandas de los mapuches, el principal grupo originario del país, con unos 800 mil personas.

Sobre todo cuando el problema parece escaparse de las manos, y las demandas -ya no peticiones- suben de todo y pasan del clásico tema de la recuperación de las tierras ancestrales, a la consigna de la autonomía, el autogobierno,  la generación de autoridades políticas propias y su participación, “por derecho propio”, y una “discriminación positiva”, en los órganos de poder estatales.

Hay quienes en el país, con alarma e incertidumbre ven en el clima de violencia y acciones de fuerza, un grave riesgo para el orden interno del país, la estabilidad, el sacrosanto derecho a la propiedad, y para algunos, hasta la seguridad y la defensa nacional

En este escenario, la iniciativa del gobierno puede tener sentido a condición de que se haga un serio esfuerzo por “entender” el conflicto, abrir un diálogo efectivo, y se pueda llegar a acuerdos.

Pero sobre todo que las partes involucradas tengan “confianza” en el otro, algo que es claramente deficitario, por lo menos desde la percepción mapuche, que sobre la base de una experiencia histórica tantas veces repetida, parecen no creer, no tener confianza en las negociaciones o en las promesas de las autoridades.

Y claramente la intolerancia mutua no puede ser un buen camino para llegar a algún acuerdo.

Por otro lado, se abre paso en la sociedad chilena -diariamente  estimulada por una información sesgada, deliberadamente incompleta y alarmista- la tesis de que en la Araucanía está en desarrollo una “guerra interna”, que los mapuche serían no una minoría activa sujeto de derecho, sino una banda de terroristas incendiarios y brutales, es decir “el enemigo”.

Esta lógica de insurgencia y contrainsurgencia, aplicada a través de la justicia, por medio del control policial, al accionar de la autoridad estatal y la prédica de los medios, no puede sino intensificar el conflicto, y desarrollar nuevas formas de violencia y, profecía autocumplida, llevar al conflicto interno, a formas de lucha armada, rebeliones, guerrillas o franca subversión.

Por otro lado, si prevalece entre los mapuche la tesis de su “liberación” frente a la “opresión” chilena (huinca), alimentada por los agravios históricos y una visión emancipadora actual, desestabilizando el país en una creciente actitud y acciones de rebelión, pueden provocar una escalada en la lucha que de los palos y las armas arrojadizas de hoy, se pase a armas más sofisticadas o a demandas imposibles, a una guerra civil en que todos pierdan

Claramente, hay una voluntad organizada, derivada de luchas insurgentes del pasado reciente, que pueden intentar hacer realidad formas de lucha que no pudieron  materializarse en la lucha contra la dictadura, y que ahora pudieran ensayarse a través de combatientes mapuches.

Se buscaría así poner en práctica una estrategia insurgente, a partir de unas demandas cuyo fundamento histórico, político, técnico y cultural aparece como legítimo, desarrollando en una primera etapa, la combatividad indígena, insuflando una identidad de pueblo en rebeldía, para luego pasar a acciones mayores, ocupación de territorio, coordinarse con apoyos en el conjunto de la sociedad chilena, generando así –estiman algunos- una situación revolucionaria, para poner en jaque al sistema.

No se trata de una hipótesis afiebrada, descabellada, porque aunque no parezca posible en el futuro inmediato, puede sembrar de bombas el camino y generar inestabilidad, incertidumbre económica y política, violencia y muerte.

Vale decir, no se puede descartar el intento de hacer realidad hipótesis de lucha irregular, insurgente, “patriótica”, “popular” o el adjetivo que quiera ponérsele a una forma de violencia destinada a hacer valer una utopía, bajo la consigna general de que “el poder nace del fusil”, con un componente rural, en realidad indígena, partiendo de una realidad político-social, económica, cultural, geográfica y étnica, que lo haría posible.

Hay suficientes “weichafes”, combatientes, hoy encargados de la seguridad y de llevar a cabo acciones como la quema de pastizales o de camiones, pero que están haciendo su experiencia de combate, por así decirlo.

En este sentido, ni basta el anatema, la condena ética, la desfiguración de la realidad, o peor, la descalificación o desnaturalización del otro, el olímpico desprecio de los hechos, la tentación de transformarlo todo en un problema policial, o pretender que se trata de “hechos aislados”.

Hay que entender que hay gérmenes para el malestar, para la frustración de esperanzas, para la respuesta  organizada, para  el rechazo, lo cual es posible que pueda llegar a la insurgencia, si no se actúa con presteza, oportunidad y creatividad.

No entender esto y sobre todo dar la respuesta equivocada, podría tener un costo en vidas y en Derechos Humanos, en la estabilidad económica del país, difíciles de  calcular hoy, pero extremadamente graves en sus consecuencias.

La interlocución, el diálogo, es un camino que debe partir del reconocimiento mutuo, del abrirse a las razones del otro y en este sentido la iniciativa de La Moneda de generar una instancia  de diálogo y de estudio del “problema”, es sin duda un paso correcto.

Pero hay que reconstruir las confianzas con el pueblo mapuche, respetar su especificidad, reconocer su cultura, sus valores espirituales.

Cualquier asomo de prepotencia, de intención de “asimilar”, de “convertir”, de “conquistar”, de tender trampas o de ganar tiempo, no sólo exasperaran  y ofenderán a los interlocutores.

No necesitamos a un mapuche enojado. Primero porque no tenemos derecho a enojarlo, y luego porque nos merece el mayor de los respetos, en su identidad y en sus demandas.

Pero hace falta que esto lleve a sentar a la mesa a los representantes del pueblo mapuche, abrirse al diálogo con las comunidades- mal llamadas “reducciones”- y poner “una agenda de futuro”, como se acostumbra hablar en las relaciones con los países vecinos.

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Marcel Garcés
Periodista
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