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Divididos por la cabeza y el corazón

jueves 07 de febrero de 2008, 05:52h

Lo de Hillary Clinton y Barack Obama tiene todos los ingredientes de un drama de proporciones épicas y  lleva todos los visos de convertirse en un culebrón. Uno de esos que se van enredando cada vez más y que no se sabe muy bien ni cómo ni cuándo terminará. Lo mejor de todo es que se trata de un culebrón  transmitido en directo para regocijo, no sólo de los más  interesados en política, sino del público en general. Y es que la cosa tiene mucho morbo.

 

Todo el mundo esperaba en el fondo algo más concluyente del "super martes". Un buen final para una buena historia. ¿Quién sería al final elegido para disputar el poder al malvado hombre blanco republicano? ¿Sería la heroína Hillary, esposa del antiguo y ahora añorado mandatario, esa que fue adalid del seguro de salud universal para todos los súbditos del reino? ¿O sería quizás el flamante caballero de color y de nombre exótico, el que surgió de la nada para encandilar con su discurso de esperanza y cambio a cualquiera que le escucha, cual flautista de Hammelin del siglo XXI?

 

Al final el "super martes" terminó en un "super empate". Hillary Clinton no puede cantar victoria, ya que el haber conseguido un número superior de los delegados en juego (por un margen casi insignificante) no puede satisfacer a quien hace unos meses se pronosticaba como la candidata inevitable de los demócratas para las elecciones del 2008. Tampoco Barack Obama puede decir que fue el ganador de la jornada, porque aunque superó a su rival en la mayoría de los estados en juego, no consiguió llevarse la mayor tajada en ninguno de los que se consideran más importantes (a excepción de Illinois).

 

Después de la batalla, los analistas nos han torturado con estadísticas que intentan dar luz sobre lo que pasó el martes. A toro pasado a cada uno se le ocurren muchas explicaciones de lo ocurrido, todas igual de válidas o inútiles, según se mire, y cada uno se puede quedar con la que más le satisfaga. Por lo visto las mujeres sienten un irrefrenable deseo de votar por Hillary. Si se es negro (perdón afro americano, para usar un término políticamente correcto) la cosa cambia. Entonces es Obama el que ejerce un control irrefrenable sobre la decisión del votante. Uno solo puede imaginarse con conmiseración la angustia de las mujeres de color delante de las papeletas de votación. El dilema debe ser tremendo. ¿Por quién se vota entonces? Parece que otro factor interviene en la fórmula para solucionar el entuerto. Si se trata de una mujer de color y de más de cuarenta años, entonces dos terceras partes de la voluntad dictan que ha de votarse por Hillary. Si se es una mujer negra de menor edad, entonces casi con toda seguridad es la papeleta de Obama la elegida. Con este tipo de razonamientos podríamos seguir hasta el infinito.

 

A mi la clasificación que más me gusta es la de la edad. Si algo parece claro después del "super martes" es que el partido Demócrata está más polarizado que nunca. Todos quieren un cambio en las políticas del país, pero están divididos al 50% entre los que defienden el establishment (representado por Hillary) y los que quieren que las cosas empiecen a cambiar ya desde el mismo corazón del partido. Y esas posiciones opuestas se pueden relacionar más o menos con sectores de edad. Los jóvenes suelen ser más proclives a apoyar el cambio, a dejarse llevar por el corazón y por lo general apoyan a Obama. En cambio la gente con experiencia suele ser más cerebral y sabe que luchar de cara contra el sistema puede ser fatal. Entonces Hillary es la elección lógica.

 

La conclusión es que el dicho que relaciona la edad con la inclinación política (más que discutible por  otro lado)  podría particularizarse para este caso de esta forma: si tienes menos de cuarenta años y no votas por Obama, es que no tienes corazón. Si tienes más de cuarenta y no prefrieres a Hillary, es que no tienes cabeza. Yo, como estoy aún en edad de dejarme llevar por el corazón, si hubiera podido, hubiera dado mi apoyo a Obama. Al fin y al cabo se supone que este es el país en el que, al menos en teoría, se debe soñar. Soñar es de la pocas cosas que son gratis en Estados Unidos y que siempre merecen la pena. Aunque a veces se pierda, o al menos no se gane.

 

(El autor reside en Nueva York)

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