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Gobernar es algo más que mandar

domingo 09 de marzo de 2008, 09:49h

A la hora que estas líneas se publican, los electores están decidiendo no cómo se gobernará, sino quiénes gobernarán España durante los próximos cuatro años, distinción nada impune y con la que deliberadamente quiero atraer la atención sobre algunos males profundos de nuestra vida política. Cuestiones, para mayor desdicha, nada nuevas, porque son las mismas sobre las que tantas y tan excelentes páginas escribieron, hace setenta u ochenta años, aquellos lúcidos y espléndidos intelectuales, Ortega, Marañón, Madariaga, Pérez de Ayala, entre otros, a cuyas reflexiones muy pocos atendieron.

Los partidos políticos, contra lo constitucionalmente determinado, y tras tiempos de intensa democracia interna en los años de la transición, han llegado a ser ahora estructuras no de participación, sino de adhesión. Unos cerrados núcleos dirigentes se han hecho con los resortes de los partidos, los debates internos han sido sustituidos por las “sesiones informativas” con temas y tiempos tasados y las maquinarias burocráticas, asistidas por bien retribuidos “equipos de imagen” han reducido a los afiliados a clase de tropa para hacer mandados, llenar recintos, aplaudir a la dirigencia y airear banderas, banderines y pasquines.

¿Qué pensará del PSOE de hoy, “Pepiño” mediante, alguien que haya vivido el intenso y muy libre debate interno de los años de Felipe González, Alfonso Guerra, Javier Solana y tantos y tantos dirigentes empeñados en auténticas batallas de ideas y siempre cercanos y abiertos a los militantes socialistas? ¿Qué pensará del PP de hoy alguien que estuviera no ya en UCD, ni incluso en la antigua AP, sino todavía antes, en aquel pequeño primer Partido Popular (PP) que impulsaron Pío Cabanillas y José Luis Alvarez, entre otros, y en cuyas reuniones se discutía todo, se ponían sobre la mesa todas las propuestas, se debatían y se tomaban las decisiones por los afiliados, a gusto o no de los dirigentes del partido?

De las cimas de la participación se ha descendido a los lóbregos sótanos de la adhesión, cuanto más incondicional, mejor. De la polémica creadora, al fervorín aldeano. Del partido, a la partida. ¡Qué país, Miquelarena! Porque todo esto no hubiera sido posible sólo por las maniobras y trampas de unos dirigentes con más ambiciones que ideas, de no mediar la pasividad con que una situación de democracia limitada, o reducida, o sencillamente empobrecida, se acepta sin queja por la mayoría de los ciudadanos. Así hemos llegado a que hoy, en las urnas, se juega una partida de “marketing”, no una batalla de ideas.

Eso es lo que, respecto a los debates en televisión, tiene desconcertados a los pocos analistas y observadores independientes que van quedando en esta bacanal de fervorines retribuidos. No se trata, no se ha tratado, de convencer, sino de vencer. De ahí la coherencia con que se generalizó esa extraña polémica sobre “quién ganó” tal o cual debate, como si un debate fuera un partido de fútbol o una partida de mus. Muy poco importa quién dio mejores razones o argumentos, quién demostró mejores capacidades para conducir el país en la vorágine de los críticos desafíos que inexorablemente tendremos que afrontar. No se trataba de convencer, sino de vencer. Esto es, sin la menor duda, una democracia formal, incluso quizá sea un pulcra democracia formal, pero las elecciones se han planteado como una lucha de corsarios y no como una batalla de ideas, propuestas y liderazgos.

En tan lamentables condiciones es normal que se oscurezcan el sentido y los motivos del voto como decisión individual del ciudadano. España se encuentra hoy, cuando acudimos a las urnas, en un escenario de grandes problemas. No es sólo el terrorismo, que al fin y al cabo es un desafío sin otra respuesta que la judicial y policial, con un infranqueable cordón sanitario que lo aleje de la política. Hay un gran problema económico, de desaceleración del crecimiento con alta probabilidad de desembocar en recesión, y desde luego con previsiones estremecedoras de crecimiento del desempleo, endeudamiento de las familias y las empresas y caída de la inversión, en un marco además de grave endeudamiento exterior y crecientes dificultades de financiación. Este escenario de crisis económica coincide además con una ruptura de la unidad interior de mercado, de consecuencias imprevisibles por la falta de consenso en torno a la forma de armonizar la cohesión territorial del Estado.

Junto a estos problemas fundamentales, hay sobre el escenario otros problemas no pequeños ni impunes, como la educación, la seguridad y la inmigración. Casi lo de menos es que hayamos descendido, en calidad y rendimiento educativo, casi a la cola del mundo desarrollado, que ya es grave, pero ¿merecemos los españoles que sea imposible un consenso político en torno a un modelo educativo despolitizado y de calidad? Que las calles y campos de este país, habituado a una delincuencia menor, casi de picaresca, se hayan convertido en pocos años en una insólita remake de los famosos años treinta de Chicago ¿no exige, al menos, un consenso político que de suficiente respaldo y medios al sistema judicial y los aparatos policiales? Que por la inmigración, junto a muy honrados trabajadores, se filtren agresivas y letales doctrinas y costumbres no ya ajenas, sino abiertamente contrarias a los derechos humanos y libertades civiles que forman la esencia y el alma de Europa ¿no aconseja que el control de la legalidad y los derechos se plasme en alguna fórmula de seguridad jurídica, llámese “contrato de integración” o de la mejor manera que la Unión Europea determine?

Cada cual tendrá la idea que tenga sobre qué mano sería más conveniente que estuviera al timón para la buena navegación de este país, en la sociedad global, durante los difíciles años que vienen, pero es jornada electoral y todos venimos obligados a manifestarlo exclusivamente en las urnas, con nuestros votos formados en la experiencia, la información recibida y la reflexión. Sucederá lo que tenga que suceder y gobernará, como es propio de una sociedad democrática avanzada, quien reciba la confianza del Parlamento emanado de la voluntad plural y compleja de los ciudadanos, como se expresa en las urnas. Es hora de abrocharse los cinturones para el aterrizaje.
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