Somos seres gregarios, necesitamos sentirnos útiles y parte de la sociedad, y cuando no es así, se disparan los problemas de salud mental. Todos conocemos algún caso de alguien que, en alguna parte, tras hacer del trabajo su vida, cae en un terrible envejecimiento al poco de jubilarse. Decían las malas lenguas que el deterioro de Margaret Thatcher empezó el día en que el teléfono dejó de sonar. Las personas necesitamos problemas, y cuando no los tenemos, nos los inventamos. Un problema inventado también es un problema mientras nos creamos que lo es, aunque no tenga un reflejo cuantificable en el plano material, pero ese tema, como casi todo el ideario de la extrema derecha, merece un artículo para él solo.
La necesidad de compartir nuestras ideas es tan extrema que la humanidad, desde que tiene conciencia de serlo, ha inventado amigos invisibles a los que contarles sus cosas, especialmente las cosas que no podía contar a nadie más. Las religiones, en el fondo proyecciones de nuestras sociedades, no solo obedecen a la necesidad de explicarnos el mundo o justificar lo que hacemos, sino que también aportan el amparo de una compañía que en el plano físico se resume en gente hablando consigo misma. Individualismo y religión se retroalimentan mutuamente. Cuanto más aislado se siente un individuo en sociedad, más sentido tiene la religión. Tal vez por eso prácticamente todas las religiones son consustancialmente contrarias a la libertad de expresión.
En una organización política, donde un grupo de personas se postulan para ocupar un número de cargos normalmente inferior al número de candidatos, qué se comparte con quién es clave en éxitos y derrotas. Las personas necesitamos compartir lo que nos pasa, y cuando no podemos hacerlo, empiezan los problemas. Cuando la parte más oscura de la política sale a la luz, no es sólo porque alguien obrara indebidamente, sino porque necesitó contárselo a alguien más. Los cargos políticos no sólo implican un salario, sino además un reconocimiento, la posibilidad de influencia con sus ideas para quien lo ocupa. Nuevamente, sentirse socialmente útil y parte de algo.
La necesidad de sentirnos útiles a veces es tan fuerte que proyectamos sobre los demás, cuanto más cercanos son, lo que pensamos que a su vez será mejor para ellos. Servir como referencia a al prójimo o que nuestros hijos recuerden con cariño cómo les ayudamos a ser lo que son… sin embargo, casi siempre es justo al revés. Nuestras acciones son en su mayoría irrelevantes con el paso del tiempo y proyectamos sobre nuestros hijos lo que nosotros quisimos ser y no fuimos (especialmente los padres, que normalmente tuvieron una capacidad de elección que las madres no tuvieron o tuvieron más mermada).
La mayoría de las cosas importantes no son lo que la gente piensa, sino con quién se comparten, y por eso en política hay tanta gente incapaz de gestionarse a sí misma cuando el teléfono deja de sonar.
Ex altos cargos de la política incapaces de disfrutar de un solaz retiro dedicados a otras labores ansiando recuperar los altavoces perdidos mientras pueblan tertulias en los medios de comunicación. Algunos montan canales de comunicación, otros un podcast, otros, incluso han llegado a ser censurados en sus partidos por la injerencia constante desde el retiro. La necesidad de sentirse actores protagonistas. La incapacidad para encontrar un sentido a sus vidas más allá de aquello que los llevó a la importancia. Pasa en todas partes, altos cargos de la administración pública o la empresa privada cuajados de gente anciana que impide la renovación de ideas. Porque en el fondo, cuando se ha tenido mando, pocos quieren que el teléfono deje de sonar.