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Lectura epocal de las elecciones italianas

martes 27 de septiembre de 2022, 07:59h

Es frecuente que cuando la realidad social presenta bruscos cambios o adquiere un nivel elevado de complejidad, aparezca en medios intelectuales la duda acerca de si no estaremos ante la necesidad de cambiar de enfoque o de herramientas de análisis. Ante las dificultades de comprender la realidad, se pone en cuestión nuestra lente para observarla. Este dilema se ha manifestado de nuevo con el resultado de las últimas elecciones italianas. La clara victoria de los Hermanos de Italia resulta tan perturbadora que algunos observadores europeos no saben a qué atenerse.

En España, un reconocido intelectual, como es Fernando Vallespín, plantea directamente que quizás nuestra metodología de análisis haya quedado obsoleta. En su artículo Italia y nosotros (El País, 24/09/22), concluye: “Por utilizar ese barbarismo que Olaf Scholz ha conseguido hacer universal, es obvio que nos encontramos ante una Zeitenwende, una cesura temporal entre un mundo que se resiste a morir y otro que está por nacer. Pero para comprender lo que ocurre seguramente necesitemos ampliar nuestra mirada, reenfocarla, valernos de otras categorías, exprimir los análisis e imbuirlos de mayores dosis de imaginación. Urge un nuevo pensamiento político”.

Parece difícil cuestionar la primera idea; en efecto nos encontramos ante un cambio radical de época. Pero es menos seguro que debamos tirar por la borda nuestras herramientas de análisis a la vista de la complejidad de ese cambio. Y conste que no estoy negando la posibilidad de que se produzcan cambios en la teoría social y política. De hecho, en varios ensayos he sostenido que se ha producido un profundo cambio teórico y epistemológico en las últimas décadas del pasado siglo, a partir de transformaciones internas en el pensamiento (orientadas en general a flexibilizar los parámetros de lo científico y operar en términos de ciencia blanda). Pero estoy convencido de que, por más complejo que sea, es posible explicar lo sucedido en Italia con el instrumental que tenemos actualmente de reconocimiento de la realidad social.

Una primera precaución metodológica consistiría en distinguir los diferentes planos de lo acontecido en ese país. Uno de esos planos refiere, desde luego, al reconocimiento pormenorizado de las particularidades propias del sistema político italiano, incluyendo al propio sistema electoral. El peculiar modelo mixto, mayoritario y proporcional, ha sido clave, así como la mayor capacidad de los Hermanos de Italia de operar con ese modelo. En realidad, el sistema político italiano es una buena muestra de cómo, al tratar de evitar la inestabilidad política haciendo más barrocos los mecanismos y procedimientos del sistema, se obtiene finalmente el producto contrario, una mayor inestabilidad.

Sin embargo, junto a la peculiaridad interna, no cabe duda de que el resultado de las elecciones italianas se inscribe también en un plano más global, mas epocal (ese que tanto le interesa a Vallespín y muchos otros). No hace falta ser un experto en sociología política para intuir que existen algunos tonos, algunos olores, que aparecen asociados a los fenómenos sucedidos con la ascensión de Tramp en Estados Unidos o la de Bolsonaro en Brasil, pasando por el Brexit en Europa, y llegando, recientemente, hasta la derrota abultada del plebiscito constitucional en Chile o la clara victoria de la derecha dura en Italia. Y tildar de populismo a esos fenómenos resulta sólo una explicación parcial. También porque el populismo no sólo refiere a la derecha, pero sobre todo porque no describe sus características internas.

Una de esas características que se repiten es, desde luego, la existencia de un malestar con las élites, de una rebelión contra ellas. Eso es reconocible tanto en Estados Unidos, como en Inglaterra, Brasil, Chile y ahora Italia. Ya no se trata únicamente del descontento frente a un determinado gobierno, sino la percepción de que existe una categoría social que, independientemente de su ideología política, es un producto de la desigualdad económica, de la distancia entre ganadores y perdedores de la globalización, que sufre en menor grado la incertidumbre societal que el resto de la gente desplazada por la crisis de la sociedad industrial. Eso provoca un resentimiento social considerable.

En relación con lo anterior, se ha producido una convulsión en la cultura política, producida por un choque de dos dinámicas contradictorias. De un lado, siguen existiendo grandes bolsones de ciudadanía de baja cultura cívica y política, que, sin embargo, tiene en los últimos años la posibilidad de acceder al uso de la revolución tecnológica de la comunicación social. Cuando se alude a la enorme cantidad de basura que circula por las redes sociales, se está reflejando el resultado de este fenómeno: fácil acceso a las redes de una ciudadanía de ínfima cultura política.

Pero esta dinámica choca con la orientación ideológica que predomina entre las élites, basada en una acumulación durante varias décadas de planteamientos progresistas no siempre consensuados en el seno de la sociedad. Este conjunto de elementos (religiosos, identitarios, sexuales, familiares, etc.) han formado una cultura social cuyos límites parecen infinitos a los ojos del mundo conservador (después del aborto, llega el cambio de sexo a los catorce años y todo lo demás). A eso se refiere la extrema derecha cuando habla de la “dictadura progre”; a unos parámetros culturales que parecen impuestos desde segmentos importantes de las élites. Esa cultura progre, que parece socialmente victoriosa, ha producido un resentimiento notable entre los habitantes del país profundo, tanto en Estados Unidos, como en Inglaterra, Brasil, Chile o Italia (aunque ya se había manifestado en Hungría, por ejemplo). En el pasado, este resentimiento era mas silencioso, menos visible, pero las redes sociales han cambiado eso por completo.

No es extraño que ese proceso cuestionador de la cultura progre haya llegado finalmente al discurso político. Algo que queda patente cuando Giorgia Meloni, la líder de los Hermanos de Italia, afirma: “Soy una mujer, soy una madre, soy italiana, soy cristiana, y no me lo quitarán”. Así, las cosas que se perciben ampliamente, pero que no son políticamente declarables, han dejado de ser tabú en el discurso político. Meloni habla sin tapujos de que el lobby LGTBI afecta la identidad de la nación italiana y ese discurso le hace subir en las encuestas, porque es lo que piensa mucha gente que no se atreve a decirlo abiertamente.

La cuestión es reconocer con algún rigor que significa esta rebelión social y cultural. Y no parece exagerado afirmar que guarda relación con un cambio socioeconómico estructural sobre el que tiene lugar la salida a la superficie de una estructura cultural dual que se mantiene en el tiempo mucho más de lo que hemos creído en las últimas décadas. En efecto, las sociedades siguen estando compuestas de dos culturas fundamentales: una conservadora y otra progresista. Puede que durante un tiempo una de las dos aparezca claramente subordinada, pero sigue estando ahí, enraizada en las entrañas de la sociedad. Y mientras las sociedades estén compuestas por esa realidad cultural dual, un país conservador y un país progresista, cualquier intento de desconocer a una de ellas, acabará produciendo una reacción en sentido contrario; algo que emergerá en cuanto la crisis o la incertidumbre socioeconómica hagan acto de presencia. Cierto, siempre será necesaria una vanguardia que pierda el miedo a expresar abiertamente lo que piensa la mitad (conservadora) del país, como ha sucedido con Meloni y sus Hermanos de Italia.

Ahora bien, si se acepta a cabalidad el hecho de que no se puede dar tirones a una sociedad, desconociendo el hecho de que esta formado por una mitad (o casi) culturalmente conservadora (o progresista), todo parece indicar que el cambio social resulta más seguro avanzando con las representaciones moderadas de ambas culturas, la socialdemocracia en la izquierda y la derecha de centro y democrática. Pero todo ello no será posible hasta que se produzca un cambio en la cultura política de las sociedades actuales, reduciendo al máximo los bolsones de baja cultura cívica y política, que hoy, gracias al salto tecnológico, tienen considerable capacidad de manifestarse.

Desde luego, una cosa es el ascenso de la expresión de esa rebelión sociocultural que hoy expresa Meloni y sus Hermanos de Italia y otra diferente es la capacidad de gobernar de la fuerza política que la representa. Pero eso refiere a otro plano del análisis. De momento, creo que se hace evidente que no es necesario inventar otro pensamiento político para explicar lo sucedido en Italia desde una perspectiva epocal.

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