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Educar

sábado 13 de junio de 2020, 10:58h

La otra tarde, soleada y acogedora, fui a pasear por el pinar, pertrechado con mis dos bastones. Ya de vuelta, sobre el tronco inclinado de una encina, había un niño de alrededor de dos años, aferrado con piernas y manos a la madera, que le servía de cabalgadura, a poco más de dos metros del suelo. La madre, presa de pánico, estaba debajo con los brazos extendidos, por si el niño no fuera a caer, inclinándose a la derecha, o a la izquierda. El niño, al verme, quedó absorto: no sabía dónde mirar, si a los bastones o al portador. Y le debí resultar tan novedoso y aventurero, que me regaló una espléndida sonrisa, llena de asombro y maravilla, radiante de admiración y agradecida por la estampa.

La madre, posiblemente cansada de tener miedo, también me miró, asomándose entre el enfado por su propia frustración y la angustia de su incompetencia. Fue una mirada furtiva, que desatendía momentáneamente su misión. Quizá por eso, también reflejaba reproche, acidez y aun desprecio. A continuación, sin que mediara aclaración, ni comentario, ni explicación alguna, conminó de nuevo a su hijo -Baja de ahí-. Su única preocupación, incluso ante la cara de felicidad entusiasmada del niño, su expectativa (¿cumplible?) era que el niño pudiera caerse. Eso era todo. Algo, por otra parte, imposible, dado el empeño que el niño ponía en agarrarse. Pero, la educadora desaprovechó la oportunidad de educar y se limitó a ordenar. Sólo ordenar, es mala educación para los seres humanos y excelente para las ovejas.

Los griegos antiguos creían que las estatuas estaban alojadas en los bloques de mármol que venían de la cantera y que el escultor sólo tenía que dolar hasta encontrar la figura. En esta creencia, se enraíza la mayéutica socrática: el educador, mediante sus preguntas, va desbastando, quita prejuicios e ideas tóxicas, hasta encontrar un criterio provisional, alguna conclusión válida para la situación, una verdad por rudimentaria y tosca que resulte, porque lo importante es el método de búsqueda, formular preguntas a partir de quedar absortos, no la conclusión.

Educar, de e-ducere, consiste en sacar de dentro, dar a la luz cuanto ha estado en la sombra: sentimientos, creencias, ensoñaciones, ideas, ilusiones e ideales, aspiraciones y deseos, el afán de superación hasta el delirio y las frustraciones hasta la desesperanza, la intrahistoria del día a día que deriva en aprendizajes útiles, o que no estorban. De esa forma, el educando queda consolidado en sí mismo, con sus propios recursos, como las estatuas griegas asombran por su propia belleza.

El educador, guía o mentor del educando, no sienta cátedra, no proclama dogmas, no adoctrina, ni ejerce potestad; más bien, acompaña, se hace eco de la experiencia del educando, le pone palabra a lo que es vivencia, echa mano de su propio acervo existencial para hacer comentarios, sin pretender ser infalible, ni irreprochable porque, simplemente, es un facilitador del proceso de desarrollo.

Estas no son ideas originales mías. Después de Sócrates y los paseos de los peripatéticos, hubo que esperar a Rousseau, de buenas intenciones ante la bondad natural del hombre y malas artes prácticas. Luego, ya en el siglo XIX, iluminó Krause a Sanz del Río que, a su vez, abdujo a Giner de los Ríos para crear la ILE, quizá el mejor proyecto pedagógico español. Era tan bueno, que asustó a Franco y no ha entusiasmado a los demócratas…¿Por qué será?

Instalados en el siglo XX, como pedagogos de la libertad he de destacar a Neill, cuyo Summerhill se originó en Alemania, aunque prosperó en Inglaterra; a Steiner que diseña el método Waldorf, de desarrollo integral de la persona. Y, sobre todo, a Rogers, apóstol del aprendizaje significativo. Hay muchos pedagogos de la libertad, que han visitado el jardín de la inocencia, sin atreverse a invadirlo, porque pasar de no saber (in-nocens, justo, libre de culpa) a conocer, es una labor propia de cada ser humano, que tiende al saber como el agua busca el valle, sin que nadie la empuje.

Pero, ¡ojo!, la libertad del hombre y las pedagogías de la libertad son enemigas de la estatificación del todo. El Estado, cada vez más absoluto, carece de límites en su afán de imponerse; determina los programas; aprueba o rechaza los textos; fija el sistema de evaluación; a través de sus comisarios, que denomina supernumerarios, impone el número de aprobados y suspensos por aula; decreta el destino de los profesores y sus emolumentos, sin atención a méritos pedagógicos y dedicación profesional. El Estado está en todo.

Quienes tienen hijos en edad escolar, como quiera que la escolarización es obligatoria, ven conculcada su libertad educadora. Es posible educar, sin que medie la escolarización, ya que, antes del siglo XIII no hubo escuelas, pero se transmitió el saber. Pero, el Estado no puede consentir semejante desmán; necesita imponerse, sobre todo, ahí, en el jardín de la inocencia, para crear adeptos y contar con una feligresía devota dispuesta a obedecer.

En este aspecto coinciden todos los poderes plutocráticos de la izquierda y la derecha. Son conocidos los celos de doña Isabel Celáa hacia la escuela concertada, por si no adoctrina bien, o lo hace con un sentido heterodoxo, ajeno o contrario a los dogmas e intereses estatales. Pero, la Comunidad de Madrid, regida por el PP desde que terminó la era de Leguina, mantiene durmiente un proyecto de universidad liberal (en el mejor sentido de la palabra liberal), porque tampoco se fía de lo que puedan enseñar hoy los liberales; que una cosa es la “libertad de cátedra”, a imagen y semejanza de la endogamia universitaria reinante, funcionaria y de pesebre, y otra muy diferente la libertad de pensamiento y la búsqueda libre del saber. En definitiva, para los plutócratas el peligro está en la libertad.

No quiero que sea esta mi conclusión. Quiero recuperar la sonrisa que me regaló el niño, que acababa de descubrir a un semejante, andando con pies y manos. Lo nunca visto, por muy inmediato que fuera. Una oportunidad de aprender que hay ancianos que andan despacio, cargados de años y, tal vez, de sabiduría.

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