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De cuando el 'sólo sí es sí' lo manejaba una jueza española

lunes 19 de diciembre de 2022, 12:46h

Y no solo jueza y española, sino y además, personaje que vivió durante el siglo XIV, bastante antes de que España fuera España (hecho y circunstancia que no vino a suceder hasta el primer tercio del siglo XVI), y que en ese tiempo de tránsito histórico promulgó un texto legal, la Carta de Logu, que pro primera vez en la historia europea, y por ende mundial, defendía y protegía los derechos de las mujeres.

Hablamos o escribimos de doña Leonor de Arborea, un nombre que, hasta donde alcanza nuestro conocimiento y saber, jamás ha salido a la palestra en los frecuentemente animados y hasta agrios debates habidos entre el colectivo que defiende el feminismo clásico, y el del llamado feminismo queer, que propone luchar contra la desigualdad con nuevas herramientas jurídicas como la de la autodeterminación de género.

Leonor fue a nacer, hacia 1340, en Molins de Rey, hoy comarca barcelonesa del Bajo Llobregat, aunque con solo dos añitos sus padres, el oristano que llegaría a ser Mariano IV de Arborea y la barcelonesa Timbora de Roccabertí, decidieron trasladar el núcleo familiar a la isla de Cerdeña, la segunda isla más grande del Mediterráneo, donde, adaptándose a la lengua sarda, la criaturita pasó a llamarse Elionora de Arbaree o Eleonora D’Arborea en el nuevo y pujante idioma que por entonces estaba sentando sus bases en los escritos de un poeta y escritor de nombre Dante Alighieri.

Por aquellos entonces, Cerdeña, aunque teórica posesión aragonesa, estaba gobernada de facto por cuatro jueces que ejercían su poder y jurisdicción en las cuatro entidades autónomas o giudicatti de Cagliari, Torres, Gallura y Arborea. En este último y siendo aún Leonor una infantita, aconteció la muerte del titular, Pedro III de Arborea, tras lo que el hermano del difunto y padre de Leonor, Mariano, ya se dijo, pero nunca es mal año por demasiado trigo, le sucedió en el cargo, después de ser elegido más o menos “democráticamente” como Mariano IV en una asamblea de nobles, prelados y funcionarios de la ciudad y sus villas, algo verdaderamente insólito en la época y en todo contrario a las sólidamente establecidas normas feudo-vasalláticas del Medioevo.

En 1376, Mariano murió y el juzgado de Arborea pasó, mediante el mismo sistema plebiscitario antes reseñado, a su hijo primogénito Hugo II. Ese mismo año, Leonor, hermana del nominado y ya talludita para el periodo, con treinta y tantos cumplidos y una visión de futuro digna de encomio, contrajo nupcias con el ya cuarentón Brancaleone Doria, de los Doria de toda la vida y otrosí ilustrísima familia genovesa que, por aquel entonces, era propietaria de una poderosa flota que controlaba buena parte de los puertos mediterráneos.

A mayor abundamiento en la ya comentada previsión prospectiva de la dama, Leonor tuvo a bien concederle un préstamo de cuatro mil florines de oro a Nícolo Guardo, Dogo o Dux de la Serenísima República de Génova, con lo cual la alianza interfamiliar quedaba sellada no solo por los esponsales y el bendecido conocimiento carnal con descendencia, sino por otro lazo tan fuerte o más que en aquel tiempo se establecía entre prestamista y prestatario, del que da fe por ejemplo la obra teatral El mercader de Venecia, que un tal William Shakespeare, escribió entre los años 1596 y 1598.

Y en estas estábamos cuando Hugo II fue asesinado en su palacio de Oristán en 1383. Inmediatamente, Leonor escribió al rey de Aragón para postular a su hijo primogénito Federico, al tiempo que su marido, el señor Brancaleone, se trasladaba a “tierras mañas” para negociar las condiciones del tránsito de poder. Pero el monarca aragonés, en lugar de negociar con él, lo que hizo fue tomarlo como rehén con el objeto de recuperar Cerdeña como parte de su imperio medieval. Para ello contaba con un ejército conformado básicamente por mercenarios alemanes provenzales y borgoñeses, ante el que la intrépida Leonor, autoproclamada Regente de Oristán, tras liberar a los siervos de la gleba en sus territorios, opuso un contingente armado constituido exclusivamente por voluntarios sardos que defendían no solo su tierra y recién adquirida dignidad, sino el derecho a un nuevo orden ajeno al feudalismo medieval. La guerra, que duró cuatro largos años, fue una sucesión de victorias para Leonor sobre los mesnaderos aragoneses en casi todos los frentes, aunque, en dramática contrapartida, perdió en la batalla a Mariano, su hijo primogénito.

En 1392, Leonor, juigahissa o giudicessa de Arborea, autoproclamada regente hasta la mayoría de edad de su segundo hijo Federico, después de invocar la ayuda y protección de la Virgen, promulgó la mencionada Carta de Logu, un voluminoso corpus de derecho civil, penal y rural escrito en lengua sarda, que recoge elementos jurídicos de tradiciones como la románico-canónica, la bizantina, la boloñesa, la cortesano-catalana y otras emanadas del derecho consuetudinario local, por lo que para muchos juristas la Carta bien podría ser considerada como la primera Constitución de la historia, que además se mantuvo vigente hasta 1827, cuando la isla pasó a manos del Ducado de Saboya y su rey absolutista Carlos Félix de Cerdeña promulgó el Código Feliciano.

Estructurada en 198 capítulos agrupados en 10 secciones, la Carta de Logu, entre otras medidas, establecía que las mujeres podían tener propiedades personales y los mismos derechos sucesorios que los varones, las capacitaba jurídicamente para pedir la anulación matrimonial en casos de haber sido objeto de malos tratos y, lo que más al caso viene en estos días de intenso debate sobre la Ley coloquialmente conocida como “solo sí es sí”, castigaba durísimamente a los que las violentaran sexualmente y se le imponían penas tanto “reparadoras” como punitivas, de manera que a los autores del estupro se les imponía el deber de contraer matrimonio con la forzada, siempre que esta así lo deseara, además de compensarla con el pago de una muy elevada cantidad económica, y, si esta no aceptaba la componenda, el abusador estaba obligado a proveerla de una dote suficiente como para que pudiera contraer matrimonio con alguien que la elevara en su escala social, además de pagar una sanción económica al congreso de notables, o someterse a la pena de amputación de un pie, izquierdo o derecho a su libre elección.

Por último y aunque esto signifique salirse del sendero feminista, en el capítulo 87 de la Carta se dictaban normas estrictas para castigar a los pirómanos que ponían en peligro los bosques y para proteger a los halcones marinos establecidos en los acantilados de la isla, codiciadísimos por los nobles aficionados a la cetrería, prohibiendo, bajo severas penas, su captura y el expolio de sus nidos; una iniciativa legal que, en 1839, animó al naturalista lombardo Carlo Giuseppe Géné, a bautizar la especie como Falco eleanoare, que en francés pasó a ser Faucon d’Eleonore; en catalán, Falcó de la Reina; en inglés, Eleonora’s Falcon; y en alemán Eleonorenfalke.

En este punto, verdes, ecologistas y medioambientalistas ya podían hacerle algún mimito de honra a Leonor, al menos de cuando en vez, como pionera en la lucha por la protección de especies en vías de extinción. Y el resto, todos nosotros, brindar por ella en la inminencia del nuevo año. Digo yo.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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