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Frente a Marlaska

Frente a Marlaska

martes 07 de octubre de 2008, 09:51h
Reconozco que me impresionó. Sentarme en el despacho de Fernando Grande Marlaska, titular del juzgado nº 3 de la Audiencia  Nacional, no es una cosa que ocurra todos los días. Ni siquiera a uno que lleva bregando con la profesión periodística durante casi treinta años. Pero era de esperar. Si uno vuela en un avión que dos semanas después se estrella en unos montes de Turquía y mata a 62 militares españoles en circunstancias nada claras, no es de extrañar que acabe en un lugar como ese.

   Y si tal comparecencia se produjo se debe, en gran medida, a quien dirige esto. Fernando Jáuregui creyó mi versión acerca de las condiciones en que se encontraba el aparato que se estrelló en Turquía y que me había llevado, el 11 de mayo, de 2003 hasta Kuwait, camino del sur de Irak donde iba a hacer una serie de trabajos sobre la invasión aliada al país.

   Fernando, entonces, dirigía uno de los primeros periódicos digitales que se hicieron en España. Y allí se insertó el famoso artículo “Yo volé en ese avión” que, cuidadosamente, guarda el juez en el sumario porque, cosas de la vida, ha desaparecido de Internet y nadie sabe cómo ha ocurrido.

   Un artículo que sirvió para que Caldera y Trillo se despellejasen en el Congreso de los Diputados sobre las condiciones técnicas del Yak,  y para que a mí casi me echen de Radio Nacional de España donde prestaba mis servicios en esos momentos. Un artículo que llamó la atención de los familiares de las víctimas. Esas buenas gentes que han decidido que no. Que no se conforman con las explicaciones oficiales y con enterrar sus muertos de una manera, además, no muy digna que digamos. Pero ese es otro cantar.

   Esos familiares una de los cuales, cuando terminé la declaración y comparecí ante mis compañeros, vi como se la caían las lágrimas de los ojos cuando contaba cómo el manómetro del aparato no funcionaba, cómo apenas las ruedas del tren de aterrizaje tenía  gomas, cómo en el habitáculo dedicado a la clase Bussines, las azafatas y sobrecargos, vestidos de paisanos organizaban una cena con güisqui incluido mientras los militares y cuatro civiles que viajábamos en la cabina de pasajeros pasábamos hambre porque nadie nos había advertido que no nos darían comida a bordo en un viaje de dos días de duración, y nos agarrábamos como podíamos a unos asientos mal anclados y llenos de petates, maletas y bolsas de viaje que salían disparados cuando nos tocaba atravesar una turbulencia.

   ¿Qué pensaría esa mujer en esos momentos? ¿Que su hijo tuvo que pasar por una situación semejante antes de morir? Sólo por eso. Sólo por eso merece la pena contar la verdad. Aunque uno, en su retiro dorado, tenga que pasar por las molestias de sentarse en un juzgado a contar algo que le sucedió hace más de cinco años, y a someterse a las preguntas, a veces torticeras, de algunos abogados. Lo que haga falta con tal de que se haga justicia, los muertos puedan descansar en paz y sus familiares pasar de la angustia al doloroso recuerdo.


  


  
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