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Gadafi: la madre de todas las iras

Gadafi: la madre de todas las iras

miércoles 23 de febrero de 2011, 10:46h

Morir como un mártir, liderar hasta el final la (su) revolución libia, demonizar a Occidente y a sus democracias decadentes, tachar de 'jóvenes drogadictos' a los que se manifiestan en Trípoli o Bengasi pidiendo pan y libertad y reivindicar para sí el derecho sagrado de la Patria y del honor han sido las constantes del discurso de Gadafi, en el que el enloquecido líder de Libia ha lanzado al aire el reverso tenebroso de la promesa de Churchill a los ingleses: sólo les ha prometido sangre -la de los que protestan-, sudor -el de todo un pueblo- y lágrimas -pero, ya que las balas vienen y van, lágrimas para amigos y enemigos-.

Si Gadafi se aferra al poder como ha dicho en su discurso -pronunciado desde el mismo palacio bombardeado por Estados Unidos en 1986 y en el que murieron algunos de sus hijos-, en Libia correrán los ríos de sangre. La historia nos demuestra que nadie puede convencer a un iluminado; que nadie puede hablar a un alucinado de los enfoques de la praxis, de la razón de la dialéctica, o de la dialéctica de la razón: son términos antitéticos. La única forma de arrebatarle el poder -ese mismo poder que dice no tiene, pero que dice que le queda su fusil para defender la obra de los antiguos mujahidines- es quitárselo al tiempo que la vida. Y eso ya lo intentaron en innumerables ocasiones los norteamericanos… y fallaron.

Gadafi no es un loco reciente. Son conocidas sus alucinaciones desérticas. Y no es incongruente que un revolucionario -lo fue, aunque no guste- ayudara a grupos de extrema derecha, como en su tiempo al progolpista español Carlos de Meer. Porque la revolución que entendía -¿entiende?- Gadafi, algunos la podrían denominar hoy en día simplemente como antisistema: la denuncia de todo poder establecido -de derechas o de izquierdas, poder en sí mismo y más corrupto cuanto más se aferra al poder-, salvo, naturalmente, el poder de uno mismo una vez alcanzado el poder.

Ese tipo de ¿revolución? va en la sangre, forma parte del ADN de innumerables espadones que en el mundo han sido; pero cuando, además, las arenas del desierto, con la mirada fija en las dunas y en el cielo de Orión, queman las neuronas, el caudillo toma la forma de un dios. Y Gadafi es así, tal cual. Lo conoció muy Isabel Pisano, que compartió palabras y jaima con Muammar y que a la postre le puso en su sitio: un loco que camina en una tierra quemada sobre la que moran escasos cuerdos.

De Gadafi no sorprende, pues, que haya llamado a la destrucción de los diques de la bonhomía, de la humanidad y de la moral para que corran los ríos de sangre por Libia e inunden el desierto como antaño -que eso es lo que hizo, y eso pasará si nadie le para-. Pero sí queda de sus palabras un regusto a pólvora, acaso la última que el aún líder libio ha disparado desde uno de sus palacios frente a las cámaras de televisión.

A algunos analistas no se les escapa que el discurso de Gadafi parece como el de la desesperación, el del último recurso: la llamada a sus feligreses tan alucinados como él a que tomen las armas, arrasen las calles y realicen su particular Día de los Inocentes, labor que el Ejército parece que no quiere realizar. Si el análisis es correcto, a Gadafi le quedan dos telediarios. Acaso los mismos que le quedaron a Sadam.

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