No contaba yo más de diez u once veranos ya cumplidos de mi vida, cuando mis ojos niños estrenaron, leyeron a la luz por vez primera aquellas líneas albas del Quijote que el maestro en la escuela nos dictara. Y ahora, tantos lustros después, estoy tentado de decir, tardíamente, que le debo en buena medida a mi maestro tan gozosos y excelentes resultados iluminadores y deslumbrantes que, como lector adolescente más tarde, de la obra cumbre cervantina, he cosechado y tengo para mí.
La virtualidad de aquella sobrecogedora experiencia, intensa y penetrante por demás (ahora lo sé), obraba en mis adentros como un rapto de iluminación en los más intensos y entusiastas ratos de lectura como un elevadísimo poder de contagio, una emoción auténtica, un poder de elevación sublime del que yo era partícipe real, diáfano y directo de la voz y del mito transfigurado de sus dos principales protagonistas: Alonso de Quijano y Sancho Panza.
Escribir aquellos dictados, sus sensibles, delicadas y deliciosas resonancias manchegas más humanas, casi familiares y entrañables, fue el origen, el contagio sustancial de mi pasión por todo lo que huele y sabe a surco (campo arado) de cereal manchego: tierra común, madre y lugar de mis amores patrios más fecundos, excepcional refugio de mis raíces, de los escenarios cotidianos donde he sido, soy y seré feliz con idéntico fulgor que hidalgo y escudero, camino de nobles y destellantes aventuras, debidas para siempre al genio portentoso y la imaginación creadora de D. Miguel de Cervantes.
Hoy, tantos lustros después, en estas líneas íntimas, me acojo a aquella luz temprana, primerísima, de mis días de escuela, me veo a través de ella allí de nuevo, escuchando al maestro que dictaba, escribiendo apasionadamente lo que oía, imaginando a mis venerados D. Quijote y Sancho, en amor y compaña, campar, dueños del mundo y las usanzas caballerescas, por la llanura en gracia de La Mancha de este siglo XXI.
Manuel Cortijo Rodríguez, poeta