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Montjuïc

Montjuïc

lunes 30 de abril de 2007, 20:00h
Fue allá por las medianías del siglo XIX cuando el general Espartero dijo que “conviene, cada seis o siete años, bombardear a los catalanes desde el castillo de Montjuïc”. Desde entonces, los barceloneses, fuera cual fuera el régimen político imperante, no han dejado de contemplar la fortaleza que cierra la ciudad por el sudeste con muchísima prevención.

El castillo, aparte de guarnición militar, centro de comunicaciones (no sólo militares, porque en él hay antena de las redes de Protección Civil, de la Guàrdia Urbana de Barcelona y de la Cruz Roja) en diversos períodos históricos sirvió de prisión y de lugar de ejecución. Tras los acontecimientos de la llamada Semana Trágica, en sus foso fue fusilado Francesc Ferrer i Guàrdia. Durante los tres años de la Guerra Civil, fueron frecuentes las ejecuciones de sus presos alzados en armas contra la legalidad republicana. Y con la llegada del franquismo, la fortaleza siguió siendo cárcel y paredón. En el foso de Santa Elena, a primera hora de la mañana del 15 de octubre de 1940 fue pasado por las armas Lluís Companys, hasta 1939, presidente de la Generalitat.

Hacia los años 60, con la primera reforma de la montaña de Montjuïc, su fortaleza pasó a menesteres menos siniestros, como museo militar, mirador turístico y con la vecindad de un Parque de Atracciones ya demolido. La guarnición militar, por motivos técnicos, se redujo al mínimo y se mantuvo –como seguirá manteniéndose en los próximos tres años—el ya citado parque de antenas de comunicaciones.

Y hoy, el alcalde de Barcelona, el socialista Jordi Hereu y el presidente del Gobierno, José-Luis Rodríguez Zapatero, han escenificado en el Palacio de la Moncloa, la entrega definitiva de la fortaleza a la ciudad de Barcelona, la que durante tantos años vivió más bajo la amenaza que la protección de sus baterías artilleras. Algo más de tres años ha durado el tira y afloja entre ambas administraciones: la central y la municipal y –no seamos ingenuos—su entrega le viene de perlas al actual edil barcelonés, en vísperas de elecciones municipales. De ahí que se haya formado la correspondiente escandalera por el resto de partidos presentes en el consistorio, llamando por su nombre lo que es en realidad, un acto electoralista, como tropocientos de los que, desde principios de año, tienen lugar en toda España.

Como única condición, si es que puede hablarse de tal, el Ayuntamiento de Barcelona se limita a cumplir con lo previsto en la legislación vigente en materia de uso de banderas en edificios públicos. Serán cuatro las que ondeen: la autonómica, la estatal, la de la ciudad y la de la Unión Europea. Se acabó –y ya iban siendo horas, por no decir siglos— el casus belli unido a la fortaleza. Montjuïc es, a partir de ahora, un edificio público de propiedad municipal, y sobre él –lo mismo que en la fachada del ayuntamiento barcelonés—ondean las cuatro banderas previstas. Fin del problema.

Fin del problema e inicio de otro, claro. ¿Qué hacer con el casoplón fortificado? Al tripartito municipal se le ha ocurrido montar un Centro por la Paz o algo parecido. Más de diez arquitectos se frotan las manos y se disponen –sin que, hasta el momento, nadie se lo haya pedido— a darle a la regla y el lápiz. Y, mientras, tampoco está nada claro qué se hará con los fondos del Museo Militar (un centro, por otra parte, manifiestamente mejorable en cuanto a la forma de exponer las colecciones, como en los últimos años le ha reconocido al columnista algún mando militar de altísima graduación).

El castillo de Montjuïc hace años que había perdido su aire amenazante, era --y es sólo-- una referencia visual en el horizonte urbano. Mejor así.
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