El cordobés José Montilla, nacionalista catalán ‘amateur’ y socialista obrero español extravangante, ha promovido una procesión de alrededor de cien mil ciudadanos mal avenidos entre sí, tras una gran enseña cuatribarrada común a otros territorios del antiguo Reino de Aragón y cromáticamente integrada en la heráldica española –esos colores de fuego que en estos días el fútbol ha liberado de las sombras del cretinismo nacionalista- para protestar contra una sentencia de rango jurídico superior a la receta cocinada a sus espaldas por el presidente Zapatero y el ahora amenazante señor Mas en una escena de cornucopia.
También llevaban una pancarta que decía “som una nació” como podría decir “somos un imperio” o “somos un Estado”. Si dijesen “queremos ser una nación” supondría un proyecto separatista pero, en presente, afirmar lo que no es real resulta tan ridículo como decir: somos la nación que nunca existió. Lo vergonzoso es que después de esta procesión, que para Montilla terminó como el rosario de la aurora, se pueda pensar en proponerlo como candidato para representar al Estado y al titulado Partido Socialista Obrero Español burlándose de los electores socialistas catalanes.
Zapatero fue culpable de estos fastos al prometer algo que sobrepasaba las competencias de un presidente del Consejo de Ministros y permanece tan satisfecho en La Moncloa como si el Tribunal Constitucional le hubiese dado la razón a él y a su grupo parlamentario que, todos juntos, dieron por suficiente un ligero “cepillado” para dar por “plenamente constitucional” al engendro confiando, quizá, en que el Tribunal se dejaría presionar por todo tipo de coacciones políticas y mediáticas, broncas y deslegitimaciones escalonadas durante varios años y que su presidenta Doña María Emilia Casas, natural de Monforte de Lemos y, por ello, gallega del interior, olvidaría su retranca interior de gallega para complacer a un leonés superficial.
Montilla y Zapatero son un ejemplo de cómo la cúspide actual del socialismo desconoce la fuerza de los principios del Derecho y de las instituciones del Estado no sometidas a sus miserias partidistas. La sentencia del Tribunal Constitucional, apoyada por la mayoría tenida por “progresista”, es, con todas sus ambigüedades, un frenazo sobre el suelo resbaladizo de los delirios desintegradores. Solo personas de poco fondo cultural pueden pensar que los intereses partidistas y los dislates independentistas están por encima del patriotismo y la razón de Estado y que las procesiones callejeras pueden alterar las sentencias de las altas instituciones. Se trata de instituciones cuyo deber no es regular las relaciones entre España y Cataluña como referencia bilateral sino mantener a Cataluña dentro del esquema constitucional de la nación española.