Una reflexión serena y no sectaria se impone sobre la situación en que se encuentran las estructuras políticas y administrativas en España después de la apertura de un nuevo proceso de revisión de los Estatutos de autonomía iniciado hace cinco años. Se trata además de un esfuerzo que se halla en directa conexión con nuestra presencia en Europa y emparentado con el debate que a buen seguro va a suscitar la renovación en el mes de junio del Parlamento europeo.
No puede ser que un Estado serio como es el español, con siglos a las espaldas, haya iniciado una reforma de su constitución política utilizando para ello la vía espuria de los Estatutos de sus Comunidades autónomas. A ningún Estado federal se le hubiera ocurrido tamaño dislate. Este atolondramiento, esta visión a corto plazo dictada por intereses electorales coyunturales, esta chapuza en definitiva, ya ha sido suficientemente denunciada. Yo, al menos, así lo vengo haciendo desde que el sistema empezó a emitir las primeras señales de alarma. Ahora, el Gobierno espera que el Tribunal Constitucional solucione este inmenso enredo y que lo haga gracias a unos recursos que en buena parte han sido interpuestos por sus adversarios políticos. ¿Se puede ver mayor dislate?
Siendo como es todo ello muestra de una frivolidad espesa, más lo es todavía el hecho de que el Gobierno del Estado haya aceptado una “
profundización de la descentralización” de forma acrítica, sin preguntarse jamás ni preguntar a nadie cómo han sido gestionados los servicios públicos trasferidos a lo largo de los últimos treinta años. Estoy hablando de la sanidad, de la educación, del urbanismo, de la protección del medio, de las costas, de las aguas, de los montes etc. Se trata de los servicios públicos y de las competencias administrativas que constituyen la columna vertebral de un Estado, las que otorgan a este su sentido y las que justifican al cabo la obediencia del ciudadano al poder constituido. No estamos pues ante una bagatela.
Pues bien, aquí se ha dado por bueno que seguir transfiriendo y descentralizando la política urbanística, la educativa o la sanitaria era una bendición para los españoles, querida además por todos sin distinción de credos o creencias. Aparte de que los referenda que se han celebrado han demostrado justo lo contrario, lo cierto es que una meditación sosegada acerca de los resultados de esas políticas descentralizadoras llevada a cabo en los últimos decenios era un imperativo inesquivable. Al menos para el Gobierno central que en modo alguno debió de dejarse seducir por las demandas y pretensiones de los gobernantes regionales.
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Como el espacio del que dispongo no es muy dilatado, pongamos el ejemplo del urbanismo. Estos días toda la prensa ha recogido el suspenso que el Parlamento europeo (¡nada menos!) ha dado a las Administraciones españolas en la asignatura de la planificación y la gestión urbanísticas. Ambas están entregadas, como se sabe, a la competencia de los ayuntamientos y de las Comunidades autónomas, habiéndose quedado el Estado tan solo con las básicas de carácter legislativo. Si la realidad urbanística en nuestras ciudades y en nuestras costas es la que cualquier observador puede apreciar, si se sabía que estaban movilizadas muy altas instancias europeas examinando qué se estaba haciendo en España al aplicar sus autoridades las normas urbanísticas ¿no hubiera sido un signo al menos de prudencia que el Gobierno analizara todo ello con frialdad y madurara una alternativa consistente? No estoy defendiendo sin más una vuelta al centralismo en estos asuntos, estoy sosteniendo únicamente un análisis, un estudio, una investigación desapasionada de lo que ha ocurrido y de la situación a la que hemos llegado.
Pues nada de esto ha ocurrido. El Gobierno y su mayoría parlamentaria, desasistidos de cualquier espíritu crítico, han dado por buenas las fórmulas de los poderes regionales sin pararse a meditar cinco minutos. Cualquier material que se eche en el discurso bobalicón de la “España plural” sirve para alimentarlo y enriquecerlo.
En el ámbito de nuestras relaciones con las instituciones europeas ha ocurrido en buena parte lo mismo. Teníamos un marco normativo que aseguraba la presencia de las Comunidades autónomas en Europa tanto en la discusión de los asuntos que a todos nos afectan como en la ejecución de las “
leyes” comunitarias. Mal que bien el sistema funcionaba. Pues bien, los Estatutos reformados avanzan en la dirección que lleva al debilitamiento del Estado en las negociaciones europeas -bajo la idea venenosa de la bilateralidad- justo en el momento en que un país como Alemania -este sí, auténticamente federal- ha reducido la presencia de los Länder en Bruselas. No ha pasado desapercibida esta situación al Consejo de Estado que -con las formas suaves en él habituales- la pone de relieve en su Dictamen de 14 de febrero de 2008, emitido a instancia del propio Gobierno, y que -me temo-corra la misma suerte y conozca el mismo destino que el emitido en relación con la reforma constitucional. Es decir, el blando regazo del cesto de los papeles.
Francisco Sosa Wagner
Catedrático y cabeza de la lista de UpyD al Parlamento Europeo