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¿Cómo alimentar al mundo?

lunes 29 de marzo de 2010, 03:32h

En los últimos 40 años la proporción no ha cambiado entre los que pasan hambre y los que no conocen ese terrible flagelo. Los que no pasan hambre comen cada día más y alimentos más costosos de producir, como la carne. Como se prevé que la población mundial aumentará hasta 2050, hay que pensar en un serio aumento de la producción de alimentos, proporcional y hasta superior si se desea acabar con el hambre; ciertamente la producción no resolverá el problema que depende también del reparto, pero es la condición sine qua non.

¿Cómo producir más sin aumentar la superficie arable? Ya sabemos que la reserva potencial de espacios para una extensión de los cultivos no es muy grande; sabemos que implicaría la destrucción de ecosistemas de por sí en peligro, en África, América y Asia. ¿Un problema sin solución? Como siempre, ponemos nuestras esperanzas en el progreso, la tecnología y, si la “revolución verde”, lanzada a fines de los años 1950 por Norman Borlaug y sus colegas en Sonora, ha tenido en su tiempo resultados maravillosos, ¿por qué no confiar en una nueva revolución verde? Algunos piensan que ya llegó con los transgénicos, los OGM tan temidos y tan queridos: los genéticamente modificados.

Es uno de los debates científico-ecológicos más apasionados, como el que ha levantado el tema de la responsabilidad del hombre en el recalentamiento del planeta. La guerra ha empezado hace años y es una verdadera guerra, con batallas campales, destrucciones, arrestos y politización: cierta izquierda (no toda la izquierda) se une a los verdes y a cierta derecha fundamentalo–ambientalista contra los OGM, mientras que la comunidad científica se encuentra dividida. El resultado es una interesante geografía mundial de la nueva agricultura. La “vieja Europa”, en general, y México (¿seremos europeos viejos?) prohíben el cultivo de los transgénicos: Francia, Alemania, Austria no los admiten, mientras que en España hay cien mil hectáreas de maíz transgénico. México, teóricamente, no los admite, mientras que Estados Unidos, Brasil y Argentina han apostado sobre ellos, en especial para maíz y soya. En cuanto a los gigantes asiáticos como China y la India, se lanzaron con entusiasmo y sin estados de ánimo para desarrollar estos cultivos biotecnológicos que necesitan menos agua, pesticidas, fertilizantes. China está a punto de lanzar al mercado un arroz transgénico. El resultado es que hoy dichos cultivos ocupan 125 millones de hectáreas en 30 países.

A veces los Estados no son muy lógicos en su política bioagrícola. ¿Por qué Europa prohíbe el cultiva de soya transgénica y permite su importación masiva para el consumo animal y humano? La respuesta puede ser que, hasta ahora, nadie ha podido demostrar que los alimentos elaborados con los OGM son peligrosos para la salud. Claro, esto puede cambiar en el futuro, pero sus defensores dicen que los herbicidas, pesticidas y abonos químicos utilizados desde hace más de un siglo, han sido y son mucho más dañinos.

Bueno, es muy probable que los transgénicos escriban el capítulo más reciente de la “revolución verde”, lo cual explica que la mayoría de la comunidad científica, la FAO y la OMS los vean con buenos ojos; sin embargo la batalla de los datos sigue y lo que es ciertamente preocupante es la posición estratégica que han ocupado algunas grandes compañías como Monsanto en la producción de las semillas. El peligro del monopolio existe, algo que podría resolverse al poner como intermediarios entre los agricultores y las corporaciones, instituciones gubernamentales.

El informe de la FAO sobre “Biotecnología agrícola: ¿una respuesta a las necesidades de los pobres?” dice que, excepto iniciativas aisladas, no hay programas que aborden los problemas fundamentales de los agricultores y ganaderos pobres. Sin embargo hay muchas otras posibilidades que los OGM. Acabo de leer una formidable tesis de maestría de Ricardo Romero (Instituto Mora) sobre los éxitos de la “Agricultura de Conservación” (AC) en Motozintla, Chiapas, entre 1993 y 2007. Descansa en tres principios que no necesitan inversiones especiales: 1. mínimo o nulo movimiento de la tierra. 2. Protección del suelo mediante una cobertura vegetal. 3. Rotación y asociación de cultivos. Eso ahorra tiempo, mano de obra, animales; disminuye labores de limpieza, suprime la quema del rastrojo —práctica fatal para el ambiente—, conserva la humedad, frena la erosión; reduce las pérdidas por plagas y malezas, mejora la dieta, permite resistir a la caída del precio de un solo producto. Conserva el medio ambiente y da mayores beneficios económicos, con la reducción de los insumos y el aumento de la producción. ¡Adelante! Vale tanto para la gran agricultura moderna como para el microfundio familiar.

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Profesor investigador del CIDE

Opinión extraída del Periódico El Universal 28/03/10

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