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Opinión

Sobre la condición humana

Sobre la condición humana

lunes 05 de abril de 2010, 12:03h

Descubrí a Philip Roth mediante el rastro ígneo de su impronta en el universo complejo de las pequeñas esencias: el relato corto; ahí donde dicen los doctos en esto del arte de la literatura “orgánica” que se demuestra la capacidad efectiva de un escritor, pues su superficie exige sobremanera esa distancia patente y exacta entre el “decir” y el “mostrar”, tan perdida en nuestros días entre la amalgama de plumas espurias. (Equiparaba Fernando Quiñones la creación de un relato a un trago de güisqui con hielo, mientras que para la de una novela el alcohol siempre se sirve rebajado con agua). Lo hice, lo de descubrirle, a través de su texto breve La conversión de los judíos —inserto en su obra Goodbye, Columbus—, una crítica subrepticia, enmascarada de humor elegante, a las múltiples y disímiles incongruencias en torno al terreno vedado de las religiones; un relato cuyo estilo narrativo (diálogos reflexivos, soberbio control de los ritmos, perfecta elección y mantenimiento del tono, continua dilogía de sentidos) requería ya paso en el callejón angosto de los grandes escritores contemporáneos. Hoy, con más de una treintena de obras sobre una espalda recargada por el peso placentero de la consecución, entre otros, del Premio Pulitzer con su novela Pastoral americana —una íntima e implícita exposición sobre una generación y un sistema de valores previos y posteriores a los cambios socioeconómicos que acontecieron en Estados Unidos durante los años sesenta del pasado siglo—, de la Medalla Nacional de las Artes, del galardón británico WH Smith Literary por una de sus obras más intensas y completas, La mancha humana —donde puritanismo y corrección política norteamericana se dan la mano a tenor del escándalo Clinton-Lewinsky—, de la Medalla de Oro de Narrativa (condecoración más importante de la American Academy of Arts and Letters), del Sidewise por su magistral ejercicio de Historia alternativa en La conjura contra América, o de la mención de críticos de reconocido prestigio como el teórico literario Harold Bloom, quien en The Boston Globe lo calificara como miembro del cuarteto de novelistas estadounidenses vivos más significativos, junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo y Cormac McCarthy, o el periodista Anthony Oliver Scott, quien en The New York Times Book Review hablara de él como el mejor escritor norteamericano de los últimos veinticinco años; hoy, el maestro Philip Roth sigue indagando en la conciencia profunda de ser, y más concretamente en las pulsiones que originan el deseo sexual y la proximidad del final de la vida, límites de un segmento finito de pautas cognitivas, anexadas a través de un eslabón común: la vejez.

            Con este leitmotiv como síntesis temática habitual de su creación literaria arribó a España hace un mes su última novela, La humillación (Mondadori), no sin polémica tras su lanzamiento en Estados Unidos por el tratamiento explícito del sexo que el escritor de Newark realiza en algunas de sus escenas. Un texto que, sensacionalismos al margen, no entrará a formar parte de la red que tejen los grandes trabajos del autor (entre los últimos: Indignación, Elegía o El animal moribundo), pues abandona en gran medida el armazón reflexivo que sustenta los trabajos del mejor Philip Roth, sumergiendo la obra en un compendio reiterativo de sujetos y objetos, de relaciones y acciones que vienen de largo en la trayectoria del escritor, origen de muchas de esas voces que desde los últimos años vienen exigiendo un punto de inflexión en las tramas y temas característicos del autor. Pero éstas se confunden (como se confundía el protagonista de La humillación, el sexagenario y famoso actor teatral norteamericano Simon Axler, al creerse acabado, abatido, con “el impulso” agotado, y pensar que encontraría en la sexualidad fresca y desproporcionada de Pegeen el reencuentro y convergencia de sus referentes personales), se confunden quienes entienden cada nuevo libro de Philip Roth como una publicación más, unitaria e independiente, al margen del conjunto ontológico. Porque en mayor o menor medida, y como volúmenes seriados, cada nueva novela suma unas páginas más a su Obra (con mayúscula) aún por completar y que a fin de cuentas no hace más que perpetuar un magistral tratado meditativo sobre una parcela inherente de la condición humana, ésa que hace del hombre hobbesiano un lobo para el propio hombre. Escribe el propio Roth en La mancha humana: “Es lo que ocurre por haber estado toda su vida con gente como nosotros. […] Dejamos una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen… […] No tiene nada que ver con la indulgencia, la salvación o la redención. Está en todo el mundo, nos habita, es inherente, definitoria. La mancha que está ahí antes de su marca”.

            Philip Roth conoce a la perfección la profundidad del abismo natural del ser y, aunque entiende que hace tiempo ya que se lanzó en picado a su confín, aún le quedan paredes que arañar en la caída, tal vez hasta que su voz escrita se declare completamente exánime. Quizás por ello la última palabra de sus novelas nunca signifiquen el final de las mismas, sino el punto y aparte de las que vendrán (el siempre angustioso To be continued), como una condición suficiente y necesaria de una lógica compleja.

            Sepan ustedes que, como les venía contando, descubrí a Philip Roth de la mejor manera posible, en silencio, al amparo del sonido del pensamiento, y desde entonces me jactó de conocer a un genio de las distancias cortas, hábil como ninguno en el discutible ardid que delimita el final de la realidad y el inicio de la ficción, y viceversa.

 

Por José Iglesias

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